Monólogos felinos a las finas hierbas (Parte 1)

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Soy un gato. Siempre he sido un gato y siempre seré un gato. Quiero decir con esto que no creo en esa mierda de la reencarnación. Bastante tengo con lo que tengo como para andar torturándome pensando que volveré a nacer con ese jodío rabo pegado al culo.

Me llamo Alex (¡y cuidado con hacer cachondeito del tema!). Mi dueña no es muy original en esto de los nombres pero ¡oye, algún defecto tenía que tener la chica ¿no?! Pues eso.

Vivimos en una casa enorme. En la entrada, justo al lado del perchero hay un montón de espejos pegados en la pared como baldosas que parecen puestos ahí con toda la mala idea del mundo, de tal forma que uno va con toda su buena voluntad para recibir a las visitas y se encuentra de golpe con aquello ¡pumba! ¡madre mía!. La última vez estuve luchando con aquel puñetero gato-mimo hasta que me di cuenta de que el muy jodío no podía pasar a este lado. Así que, aún a costa de parecer arisco, ya no salgo a recibir a la entrada. El que quiera verme que se gaste la suela y se meta hasta la cocina. Reconozco que tiene que andar un poco porque el pasillo es casi una obra de ingeniería. Como en esos túneles que taladran las montañas de lado a lado, en este se ve allá a lo lejos una luz que lo guía a uno: la bombilla del baño. Es más, a veces la dejo encendida adrede para no perder el rumbo, pero me la apagan con frecuencia, y es que estos humanos son, sin excepción, una panda de puñeteros.

Volviendo a lo de las visitas. Yo recibo en la cocina, según se entra a la derecha. Tengo una chimenea de mármol para mí sólo y allí me paso el tiempo que no gasto viendo la tele. Alguno dirá: “¡que vida tan aburrida para un gato!”. ¡Ah!, no saben lo que dicen. Yo también he tenido mi lado salvaje, de este me queda alguna cicatriz, muchas aventuras y un colmillo partido premio de la última prueba de salto sin red (tres pisos en caída libre). Está demostrado, no todos los gatos caen sobre las cuatro paras, sin ir más lejos yo lo hice sobre el morro.

Ahora me dedico a disfrutar de la vida y a ser guardaespaldas de mi dueña. Y ustedes dirán, “¿qué puede hacer un gato, al que para mayor calamidad le falta un colmillo, para proteger a su ama?”. ¡Pues resulta que mucho, para que vean! Voy con ella por toda la casa y, cuando veo una cucaracha, arqueo el lomo, me quedo mirando fijo al bichejo y espero. Mi dueña hace casi lo mismo y allí nos quedamos hasta que:

El bicho se acojona y sale por patas.

El bicho se hace el gallito y embiste, en cuyo caso los que salimos por patas somos nosotros.

Y es que le dan mucho miedo las cucarachas. A mi no, la verdad, pero le sigo en la huida por aquello del compañerismo.

Para mi, los bichos se dividen en: escachables y no escachables. Puesto que las cucarachas entran en la primera categoría, no comprendo por qué un gato como yo debería temerlas. Para los humanos es distinto, creo.

Pero el caso es que, cuando una cucaracha se pone chula y consigue asustar a un grandullón ya se puede dar uno por perdido, y no es que yo les tenga miedo, que ya lo he dicho, pero las noticias corren que se las pelan, de modo que, en menos tiempo de lo que tardo en comerme el kittecat ya está una fila de esos bichejos cachondeándose desde detrás de la nevera. ¡Como abusan las muy ...!, ¡claro, como saben que no puedo perseguirlas porque el frío me agrava el reuma...! pero un día las cojo ¡por estas que son equis! ¡Voy a hacer una matazón!

Pero mientras llega su hora las dejo tranquilas, que se confíen, así terminarán cometiendo el error fatal que les costará la vida ¡já!

Bueno, ya casi es de noche, hora de tele. En el sillón, entre mis dos dueñas tengo un sitio calentito donde acurrucarme. Dejaré para mañana la matanza y las aventuras de exploración. También tengo que descansar algún rato, ¿no?

 

 


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