El infierno existe

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El viejo busca todos los días una persona con buen corazón. “Quíteme de en medio. Hágame ese favor. Ya no sirvo para nada. No quiero causar molestias. Aquí tiene, una piedra. Un golpe certero, aquí, en la cabeza. Solo pido ese favor. Es que no quiero vivir así”.

Pero nadie en la ciudad tenía buen corazón. Es lo que pensaba el viejo cuando recorría las calles, las plazas, los parques; cuando hablaba con un policía, un cartero, un médico, un delincuente, una puta, un cura. No había nadie en la ciudad dispuesto a hacer un pequeño favor.

El viejo caminaba despacio, encorvado, triste, macilento. Enseñaba el fajo de dinero después del primer no. “Tome usted el dinero. En casa tengo más. Y en el banco”. Nada. No tenía suerte. “¿Nadie quiere ayudar a un viejo?”.

En la ciudad  los viejos se encontraban en un parque. Palomas y tórtolas. Gorriones. Mirlos. Viejos a punta pala. Vivitos. ¡Y con ganas de seguir viviendo! Todos, menos él. El viejo de esta historia era el único que no se sentaba. Nuestro viejo seguía caminando. Caminaba en busca de la muerte.

Escribió al Rey. “Querido Rey. Este humilde viejo le ruega que mande a mi casa (y ponía con claridad la dirección, especificando que la puerta siempre estaba abierta) a un hombre de buen corazón que ponga punto y final a mi vida. Sé que usted es muy bueno. Y sé que me responderá enviándome a ese hombre con la orden bien clara”.

Escribió al Papa. “Querido Papa. Creo en Dios y quiero reunirme con él. No quiero seguir aquí. Le prometo que al morir y subir al cielo les hablaré muy bien de usted a Pedro, María y Jesús. Sé que muchos viejos le escribirán pidiéndole lo mismo que yo, y sé que tendrá mucho trabajo respondiendo a las cartas. ¿Cuántos viejos después de escribirle habrán alcanzado la gloria, o sea, la muerte? Millones, creo. Yo quiero ser uno de ellos”.

Pasaron los meses y no recibió respuesta. Eso sí; la puerta siempre abierta. Y las ventanas. Y se sucedían los mensajes en los periódicos, en facebook, en twitter, correos electrónicos.

Nuestro viejo, aunque muy triste y muy estropeado, buscaba a la persona con buen corazón.

Hasta que el milagro se produjo. ¡Hubo milagro!

Tanto buscar, tanto escribir, tano suplicar. Siempre había buscado en hombres, mujeres, tíos poderosos, tíos con influencia, pero nunca se le había pasado por la cabeza su nieto, su único nieto, un nieto con tres años.

Fue una noche cuando pensó en él. Y pensó en la azotea del edificio. Y pensó en un paseo hermoso con su nieto. En la alegría para los padres de Angelito. “¿Pero de verdad quieres dar una vueltita con nuestro hijo?”.

Angelito iba feliz con el abuelo. Angelito escuchaba historias. Se reía. Un ascensor muy chulo. Unas escaleras. La puerta de la azotea que se abre. El cielo azul. Grande. ¡Qué grande! Palomas que vuelan.

“Empuja al abuelo para que veas que el abuelo sabe volar”.

“Empuja al abuelo para que veas que el abuelo tiene alas muy grandes y muy bonitas. Verás que con las alas el abuelo vuela mejor que los pájaros de la plaza. El abuelo vuela mejor que esa paloma”.

El empujón de un niño, si el niño es feliz, tiene más fuerza que un terremoto de magnitud 9.

Y el abuelo cayo, cayó, cayó.

Angelito no veía las alas. Así que se tiró detrás del abuelo para no quedarse solo en la azotea.

Muertos los dos, Angelito le preguntó al abuelo: “¿Cuándo viene mamá?"

“Cuando sea vieja, cuando alguien la empuje, cuando unas manos inocentes como las  tuyas, Angelito, la traigan hacia aquí. Pronto”.

"Es que la echo de menos".

"Seguro que encuentra una persona con buen corazón. Ten paciencia. Anda, vamos a jugar".

En el infierno se juega con fuego.


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