MUERTE ES CUANTO VEMOS DESPIERTOS III (FINAL)

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Muerte es cuanto vemos despiertos, lee F. Y deja caer el libro. Un sonido, una vibración, un signo. Es un mensaje de Sofía que le pregunta cómo está, qué hace, cuándo se van a ver. De un modo irreverente una imagen de ella en el hospital, con los tubos, la máscara y la palidez en el rostro, se le hace presente: se queda aterido contemplándola. Pero esa imagen es un recuerdo, forma parte de un pasado que ya no es. El presente, el continuo presente, el presente más próxima dista mucho de ese pretérito, de cuando Sofía se debatía entre la vida y la muerte, de cuando F. la fue a ver, de cuando ambos permanecieron en silencio mirándose, cogidos de la mano, dejando que el tiempo fluyera libremente en derredor en tanto ellos permanecían obstinadamente ajenos a tal fluir, arrancándose, si se puede decir de esta forma, de un mundo sensible donde todo ente está sometido a la descomposición. Se habían convertido en una idea suprasensible, pero, al mismo tiempo, subsistente, constituida por una realidad óntica superior a la que circula renqueante a lo largo y ancho del ámbito sensible. Experimentaron lo que algunos llaman un instante eterno. Pero, al cabo, cayeron desangelados del mundo superior, un mundo de las ideas, y sus cuerpos, de nuevo, volvieron a estar sumergidos en una naturaleza humana cuyo límite no es el pensar, sino la propia física. Quiere verla y explicarle lo que le está pasando, para compartir con ella su angustia, sus miedos, para hacerla partícipe de su propia desesperación. ¿Pero para qué? ¿Acaso esto va a cambiar en algo las cosas? ¿Podrá mirarla a los ojos y no pensar, al menos por un instante, que ella es una mujer al borde del abismo? ¿Podrá ocultar sus más oscuros pensamientos en referencia a su pequeña, a su niña, a su hija? Esa niña morirá algún día, acaso siendo ya una mujer, una anciana, quien sabe, pero caerá en el abismo también. Y la madre, Sofía, tiene para F. gran parte de culpa, gran parte de responsabilidad en la futura muerte de la hija: la responsabilidad y la culpa se entrelazan como dos serpientes en derredor de Sofía, mostrando sus colmillos venenosos. Desea llamarla, pero desea también no hablar con la culpable. Aparta de sí, con un movimiento seco, el móvil, dejándolo caer encima del libro que leía antes de recibir el mensaje. De pronto escucha el ruido del silencio, es un sonido inhumano, acerado, insufrible. Se tapa los oídos con las manos y grita, para oír, al menos, la humanidad que lleva dentro, una humanidad desgarrada y sin esperanza, una humanidad que, en verdad, no deja de ser lo mismo que la propia inhumanidad.

 

Después de todo, F. ha vuelto a salir de casa. Está en una cafetería del centro comercial que hay a dos calles de su vivienda. Mientras espera a que llegue su amigo David, quien le llamó hace un rato para verse ahí, se hace servir un café. El camarero le deja la taza sobre la mesa y F. la toma con las dos manos para aproximarla a sus labios. Percibe el calor que desprende el café en su rostro, y también su cálido aroma. Acaso es una tregua, medita F. con cierto positivismo, a lo mejor lo peor ya ha pasado y... Repentinamente el mundo se ahoga en una convulsión ensordecedora. El suelo se sacude y las mesas se agitan desordenadamente. Las luces del local se apagan y se encienden repetidas veces, la gente exclama horrorizada, el café de F. se desparrama ardiente sobre su pecho. El silencio sobreviene al punto, se trata de un silencio esponjoso, irreal, ficticio, el cual queda inmediatamente substituido por gritos que vienen del exterior, de fuera de la cafetería, del otro extremo del centro comercial. Son voces humanas de dolor que agrietan el aire. F. escruta en derredor para encontrarse miradas asustadas que, como la suya, no alcanzan a comprender lo que está pasando. Una neblina nauseabunda de humo negro empieza a filtrarse por entre los cristales rotos de los ventanales que cercan la cafetería. Sobrecogedoras demandas de auxilio resuenan estruendosas por los pasillos humeantes del centro comercial. F., aturdido y temblando, sale de la cafetería y recorre unos cincuenta metros hasta que logra alcanzar el exterior del centro comercial por la puerta sur y tambaleándose se va a casa, sin mirar atrás, en tanto se oye la llegada de las ambulancias.

Se ha sentado en el sofá del comedor y ha encendido el televisor. Le duele la cabeza y los oídos le zumban. Todos los canales emiten la misma noticia: ha habido un atentado con coche bomba en el centro comercial. El coche estaba parado junto a la puerta norte y la bomba ha estallado matando a numerosas personas que en ese momento entraban y salían del centro comercial. Las imágenes son dantescas: muertos y heridos que son llevados en camillas, expresiones de dolor que no comprenden el porqué del horror. F. mueve la cabeza, apaga el televisor, cierra los ojos y siente el vértigo de la muerte, de la nada, del no-ser. No hay escapatoria posible, todo apunta al abismo, a la sima insondable. Da igual lo que haga o deje de hacer, no importa lo que decida llevar a cabo, porque todo ya está decidido de antemano por una ley necesaria e implacable que establece la transitoriedad de todas las cosas. F. hunde la cabeza en sus hombros y se deslizan unas lagrimas por sus mejillas. El móvil suena. Se seca las lágrimas y comprueba que la llamada es de la mujer de David. F. sabe porque le está llamando. Pero no responde y deja que el móvil siga sonando obstinadamente repetidas veces. Las llamadas de repiten, pero F. las ignora. Se deja caer como un muerto sobre el sofá e intenta no pensar en nada, pero la muerte recorre todos los caminos de su mente cabalgando un caballo famélico. Ella no tiene rostro, no tiene expresión; en su lugar hay un profundo vacío por el que se precipita todo aquello que vive.


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