Borges y yo.

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Borges me dijo una vez que las personas se parecen a los agujeros negros. Me dijo que se quedan con todo, y que luego no dejan escapar nada.

 

No sé, pero aquellas charlas con el ciego me divertían. Mejor: me relajaban.

 

A la tertulia se apuntaba de vez en cuando un fantasma, un demonio, un general, todo un pueblo, un presidente, la puta, Dios (que apenas hablaba).

 

Cuando en la cueva se congregaba mucha gente, Borges me protegía. Me pedía que me sentara a su lado.  “Apoya la cabeza, rebenque”.

 

Ahora recuerdo que cierto día, anocheciendo, el escritor se puso a pelear con un huracán. Dios no movía un dedo, como casi siempre. El general se divertía ordenando los golpes, posicionando las piernas, siempre en la confortabilidad de la retaguardia. La puta guiñaba el ojo cuando uno de los dos combatientes desfallecía y se retorcía de dolor en el suelo. El demonio se chupaba los dedos.

 

También recuerdo que el pueblo (miles y miles de personas) se desgañitaba animando al huracán. “¡Crucifícale!”.

 

Borges recuperaba diez años al terminar la reunión. Yo quería dormir, pero él que ni hablar, que lo de dormir era para los muertos, para los topos, para los ciegos (ignorante). Así que, a los pocos minutos de la despedida, nos encontrábamos en la calle, sin rumbo, sedientos, excitados. “Busquemos una batalla legendaria”.

 

En mitad de un viaje promocional, me llamó desde Tokio. “Quiero morirme”. Repetía lo mismo una y otra vez. “Quiero morirme, muchacho. Ya. Deja que me muera”. El bajón le duraba unas dos horas. De repente recuperaba la ilusión, las ganas. Comenzaba a dar saltos por la habitación y se ponía a bailar. Incluso cantaba.

 

Los periodistas le preguntaban por Cervantes, por Shakespeare. Por Joyce. Un italiano le preguntó en una ocasión: “Oiga, Borges, maestro, ¿qué fue del hombre?”.

 

Aquí la respuesta: “Le espero. Todavía le espero. No pierdo la esperanza. Ya sé que han pasado muchos años. ¿Cuántos? Muchos, una eternidad. Dígamelo a mí. Mire aquí dentro y entenderá lo que le digo”.

 

Borges me llamó treinta y tres segundos antes de morir. “Hola. Que me muero ya, ¿sabes? Yo creo que sí, casi estoy convencido de que el hombre era yo, y que esperaba tontamente. Y que tú no debes hacer lo mismo. No te quedes quieto. Muévete. Conquista. Arrasa. Tengo la corazonada de que nos volveremos a ver. A lo mejor en una novela tuya. Uy, qué dolor. Ya se pasa”.

 

Nadie hasta hoy sabía de la amistad de Borges conmigo.

 

Te pido por favor que no airees esta historia. 


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