Monologos felinos a las finas hierbas: de los humanos

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Tener que vivir con los humanos es, con diferencia, lo más frustrante del mundo. ¡Y es que no tienen lógica, oye! Hacen las cosas sin pensarlas y claro, uno termina pagando las consecuencias. Por ejemplo, hace algún tiempo yo era un gato más joven, con menos experiencia de la vida aunque ya con mi atractivo actual, todo hay que decirlo. Bueno, el caso es que por aquel entonces disfrutaba siguiendo a mi dueña Tuqui en sus quehaceres diarios, Recuerdo que me fascinaba tanto mirar como leía las revistas que me flipaba completamente. Aunque la actividad que me resultaba especialmente subyugante era cuando se metía en el baño, encendía el cristal que refleja y se cambiaba la cara. Los humanos llaman a esa magia “maquillaje”.

Bien, pues justo en estas estaba yo, a saber, sentado esperando que empezara el espectáculo cuando, de repente, me di cuenta de algo. El baño había cambiado. Puesto que Tuqui estaba sentada pensé que tenía un poco de tiempo para investigar dad la considerable distancia entre el sillón de pensar y el cristal que refleja. De modo que primero me subí a un cesto. “No pensé –esto ya estaba aquí antes”. Salté del cesto a un mueble lleno de cajones. Sí, ya estaba allí antes. Lo demostraba la bellísima filigrana que

yo mismo había realizado sobre su pulida superficie en un supremo momento de inspiración.

Súbitamente algo se movió. Mis orejas detectaron un leve sonido sobre mi cabeza. Miré hacia arriba. Cual no sería mi sorpresa cuando vi aquello. Donde antes había un enorme balde para el agua ahora había aparecido un enorme cajón como de cristal arrugado (porque no se veía nada a través de el). Por encima de aquel mueble sobresalían las hojas de una planta… ¡ahh! ¡la helecha, mi favorita! Quien la hubiera puesto allí se creía muy listo. “Vamos a poner esto aquí para que el gato no la encuentre y se muera de aburrimiento”. Jolín, que maldad, mira que esconderme mi juguete preferido…

Decidido a recuperarlo tomé impulso, medí la distancia y, apoyando las patas de atrás, salté al techo del cajón y… PLAF… Lo último que recuerdo fue que salté hacia arriba, subí y subí hasta la helecha, luego la pasé ampliamente y sin saber cómo empecé a bajar a toda pastilla hasta quedarme despanzurrado en el fondo del cajón, y es que ¿A QUIÉN SE LE OCURRE PONER ALREDEDOR DE LA BAÑERA UNA CAJA SIN TECHO?.

Luego, mucho rollito. Que si ¿estás bien bonito?”, que si mucha carita de preocupación y mucho cuidadito “para curar al pobre gatito” pero de disculpas NADA. Vamos, que uno se parte la crisma porque ellos se equivocan armando un mueble y ¡oye, como si no hubiera pasado nada! Y claro, qué pasa cuando estás algo distante (no en plan separatista sino más bien para salvar el poco pellejo que te queda) ya salen con aquello de “es que es muy suyo este gato, parece que no pero tiene su temperamentillo ¡oye!”. Jolín con las doñas. Me despanzurro por su culpa y ahora resulta que “soy muy mío”. Menos mal que yo tengo mucha calma porque si no estaría comiéndome los bigotes.

Creo que esta pequeña anécdota ilustra bien a las claras la retorcida lógica que tengo que soportar. No es raro pues que se me caiga el pelo a puñados (aunque no creo que importe porque tengo un montón).

 


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