La carga

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—¡Otro más! —dijo entre dientes la mujer de Batiste, el dueño de la posada del puerto. Aquella mañana tan solo habían entrado un soldado, que tal vez por el cansancio no tenía prisa en marcharse, y cuatro pordioseros. Y el recién llegado, con toda probabilidad sería el quinto, pues los andrajos que llevaba por calzas así como sus pies desnudos, magullados y renegridos lo delataban como tal. Sin embargo, a Batiste, que bien conocía el genio de su esposa, le bastó una mirada para que esta llenase un tazón con potaje y se lo sirviese, sin aspavientos, al nuevo huésped.

—Gracias, señora. Que nuestro Señor la bendiga. — dijo el harapiento inclinado la cabeza en señal de gratitud.

—Buen provecho, marinero —añadió Batiste.

Y antes de que, sorprendido por haber acertado su oficio, el recién llegado abriese la boca, el posadero declaró que las cicatrices de sus manos tan solo podía causarlas las drizas de una nave.

Cuando terminó de comer, y en pago a aquel guiso, se ofreció a trabajar en lo que fuese, bien cuidando de los animales o sirviendo mesas. Pero Batiste, cerrando los ojos y negando con la cabeza, rechazó su ofrecimiento.

—Si fueseis un sarraceno, ya os hubiese echado a patadas de mi casa. Pero a un cristiano no le niego el pan y la sal, ya seáis vos o el mismo infante Don Martín. Además, por vuestro aspecto mucho debéis de haber padecido para que os exija que os esforcéis en esos menesteres.

El hombre asintió con la cabeza y, sintiéndose obligado a revelar sus penas, relató todos los pormenores de sus avatares. Una historia que comenzó en Barcelona cuando él junto a treinta marineros más se pusieron al servicio de un reputado navegante que solía llevar telas y lana a Sicilia. Sin embargo en el último viaje, junto a la carga habitual, la bodega de aquella vieja coca portaba un pesado cajón cuyo barnizado además de sus pesados cerrojos revelaban que su contenido, aunque desconocido, era bien distinto al resto de la carga.

Cuando se echaron a la mar, los vientos eran suaves aunque lo suficientemente potentes como para llevarlos a su destino. Y con aquella calma transcurrió el viaje sin que ninguna pelea a consecuencia del anís o cualquier otra pendencia de la tripulación alterase la tranquilidad de la travesía.

Pero aquella paz, aquella bonanza de los céfiros que les habían acompañado hasta entonces, desapareció una noche. La más terrible de las galernas que jamás había conocido se adueñó del barco, que se agitó con tal furia que en menos de una hora vio desaparecer por la borda a casi todos sus compañeros. El cielo se iluminó por decenas de rayos. Y junto a los truenos que retumbaban en la noche pudo oír otro sonido que le aterró aún más. Cientos de voces, más dulces que las de cualquier mujer o niño, se oyeron desde el cielo con más claridad y potencia que todo el estruendo de la tormenta. Y no, no fueron el producto del pánico ni del licor, pues aferrado al palo mayor con las escasas fuerzas que le quedaban estaba tan despierto y expectante que solo aguardaba a que de un momento a otro la noche se rasgase para dejar ver a aquel coro invisible.

Cuando cesó el desastre, tan solo él quedó con vida. El único vestigio de la nave fueron el trozo de tablón que le sirvió de salvavidas y el cajón de la bodega cuyo contenido jamás llegó a ver pues lo vio alejarse mar adentro.

Al terminar su relato, todos guardaron silencio. Solo el soldado que había llegado antes que él, y que había escuchado aquella historia con absoluta atención, tomó la palabra. Le hizo un sinfín de preguntas sobre el cajón, sobre su origen, su aspecto. Pero, para alivio del marino, que temía que el militar fuese un representante de la Inquisición, no se refirió en ningún momento a las misteriosas voces.

Días más tarde, el soldado, que montaba guardia en una de las torres próximas al puerto, divisó durante la madrugada un bulto que las olas arrastraban a la orilla. Cuando se acercó a él, aquel soldado, llamado Francesc Cantó, comprobó que era un cajón idéntico al que describió el marino de la posada.


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