CALOR, SILENCIO 3ª PARTE

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El calor y el silencio que siguieron debieron de resultarle insoportables a la joven, pues se incorporó violentamente y se vistió enfadada. Apretaba los labios para que no escaparan algunos de los increíbles insultos que sin duda nos tenía reservados, y solamente al salir del apartamento se giró:

 

      DEPRAVADOS HIJOS DE PUTA.

 

Quizá el silencio reinante tras el portazo pudo afirmar la oportunidad de mi palabras, decir algo, por fin expresarme, pero me sentía exhausta y además las creí innecesarias, y por otro lado yo ya no era yo, sino alguien muy alejado de mí misma, puro placer, victoria y abandono, lo reconozco, así que me entregué al mismo silencio que él había impuesto en el sofocante aire inmóvil regalado por las horas del día en que el calor había caído a plomo del cielo de agosto.

 

Agaché la cabeza saboreando la victoria en mi intimidad, en mi silencio, adivinando el orgullo que él debía sentir de su esclava mientras apuraba la copa del güisqui favorito de mi marido. Cuando hubo terminado se ajustó los pantalones, con su dedo índice elevó mi rostro, donde debía de brillar una sonrisa petrificada que le llevó a decir:

 

      LÁVATE. LÁVATE Y DESCANSA.

 

Desanudó por fin el cordón que atenazaba mis manos a la espalda, y me desplomé de la silla, idéntica a una estatua de escayola que se derrumba a sus pies. Agradecida por su piedad, lo oí marcharse y cerrar la puerta silenciosamente.

 

Dormí y soñé con escenarios desaparecidos u horizontes que el sol no bañó jamás, a pesar de que desperté bajo la misma y despiadada radiación solar  que inundaba de sofocos, día y noche, la ciudad, el sonido lejano de los autos, el ajetreo inconsistente de voces y objetos que sólo menguaron cuando conseguí cerrar la puerta y avanzar a tientas hacia el baño, como sonámbula, como hecha de la propia materia gaseosa de los sueños.

 

Horas después volvían las palabras, volvía el orden y las secuencias lógicas, me había llegado el tiempo, la grosera realidad del mundo exterior, quedando sólo el calor y el silencio de la casa como vestigios del pasado, un silencio que muy pronto, en cuestión de horas, sería mancillado por las  voces apresuradas, tangibles, previsibles, hablando de un viaje de negocios cansado pero fructífero, de mi marido. Sonó el teléfono móvil, era él, me estaría esperando en el aeropuerto dentro de unas 3 horas y media si no había retrasos en el vuelo.

 

El agua, como el fuego, me renovó. Tuve tiempo de eliminar los últimos vestigios, desnuda, para enfrentarme mejor al calor. Después volví a la ducha, con los ojos cerrados bajo mantos de frescor, de agua pura, y anegarme, y no pensar en lo que había pasado tantas horas atrás, olvidar con la velocidad de los trenes.

 

De vuelta al hogar, nada notó, ni la falta de güisqui notó. No quiso que cenáramos nada en casa y bajamos a la calle a tomar unas tapas, quería relajarse del viaje. Las vacaciones, con los bares cerrados en su mayoría, hicieron fácil su propuesta:

 

      LAS COLUMNAS

 

Indiferente, remota, fría en mi interior, acompañé sus pasos. Tenía la seguridad de que no nos íbamos a encontrar allí, y de hecho no volví a encontrarlo hasta mucho después de una considerable suma de días. Contaba con la discreción matemática del barman, y también con la de aquella mujer con la que sí me crucé varias veces por las calles y plazoletas del barrio, confirmando mi sospecha que se trataba de una prostituta al verla entrar y salir del mismo edificio con muchos hombres. Evitábamos el encuentro de nuestras miradas. 

 

¡Qué tortura sentirme ignorada!... La espera de los días, esta espera oxidándome el alma hasta hoy, en que se acumulan tantos relatos de viaje con que mi marido disfraza sus aventuras, en que las horas se llenan de anodinos quehaceres y rutinas sacadas del peor guión que haya dado la existencia. Cuando al fin encontré a mi señor, de nuevo en Las Columnas y ahora acompañado por aquella puta, fue su indiferencia, su fría curiosidad a mi sobresaltada contracción lo que más me dolió. Mi marido tomó mi mano, y con una breve y escrutadora mirada se interesó por mi estado. El sobresalto pasó rápidamente y todo volvió a la normalidad. Ellos reían, improvisaban frases, unían sus hombros para divertidas confidencias, y ni ella, ni siquiera ella, se permitió la malevolencia de lanzarme una mirada significativa desde la barra.

 

Y al verlos besarse me pregunté entonces, como ahora en este otoño me pregunto, si acaso mis mejillas, mis labios, no merecieron alguno de sus besos a cambio de mi entrega incondici0onal, en qué le fallé, un solo beso me hubiese ayudado a saber lo que había en su semblante, si un gesto ofendido por algún descuido mío, si el más sutil de los sarcasmos que igualmente me hubiese satisfecho, pero ni sus labios ni su mirada, las pocas veces que me permitió acercarme a ellas, habían arrojado luz alguna sobre el particular. Y en esta incertidumbre transcurren mis días, mis rutinas y subrutinas, viviendo una especie de vida que no la siento pertenecerme, que parece prestada,   deseando a veces hallar la muerte en la cima de un éxtasis estival, mientras cultivo y cuido mi cuerpo con esmero, a la espera, escondida en la espesura como una ardiente culebra, de que los luminosos días de sol, calor y silencio me devuelvan entera, dispuesta y abierta a la voluntad de mi dueño como un jardín repleto de los mejores perfumes


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