Teutoburgo. Final.

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Pronto no pudieron resistir la fuerza de diez personas y rompieron la pantalla de escudos, separándose unos de otros y quedando aislados frente a un número superior de enemigos.
Marco tuvo suerte con el primero. Corrió contra él sin siquiera portar un escudo y lo golpeó con el suyo propio, partiéndole la nariz y varias costillas con el golpe. Acto seguido lo pasó a cuchillo y se volvió rápidamente a por el siguiente.
Un jinete cargó contra ellos blandiendo una enorme y poderosa maza. Marco recogió una lanza que yacía en el suelo y la dispuso frente a él. Al germano no pareció importarte, pero a él sí. Quería el caballo para escapar de ese lugar. De modo que cuando llegó hasta él se echó a un lado y con la lanza derribó de un golpe al jinete.
-Yo me voy de aquí.-gritó un legionario cogiendo al caballo por las riendas. Sintió una punzada en el corazón. Su única salida de aquel infierno le era arrebatada por aquel desgraciado.
Afortunadamente un germano lo atravesó con su lanza en cuanto se hubo subido a lomos de la criatura. Una vez muerto, Marco mató por la espalda al bárbaro y se hizo con las riendas del caballo. Lo espoleó con todas sus fuerzas y abandonó al legionario restante a merced del grupo de sanguinarios.
El águila quedaba a su espalda, rodeada y sentenciada. No le importó. En ese momento no le importó el hecho de estar abandonando el signo más adorado e importante de Roma. Él solo quería vivir para volver a su hogar. Pues Roma no se encontraba en aquel pedazo de metal. Roma era un sentimiento, un hecho. No era algo que se pudiera tocar, sino sentir. Era las pavimentadas calzadas que unían todas las ciudades del imperio. Era los acueductos que iban desde los manantiales en las montañas a las ciudades de las llanuras. Era las escuelas y universidades donde se enseñaba matemáticas y filosofía. Estaba en todos sus ciudadanos, no en un estandarte.
Sin embargo lo que sí sintió fue lástima. Por las tres legiones que restaban a su espalda, luchando en torno a una bandera. El mejor ejército del mundo conocido era masacrado por una manada de salvajes. Emboscados y acuchillados en la oscuridad. Todas las tribus estaban a su espalda, aniquilando lo que quedaba del ejército romano en Germania.
Se dirigió al oeste, siguiendo el mismo camino que seguía el ejército. Y no encontró más muerte. Solo silencio. Un silencio que fue roto por los cascos de los caballos en la lejanía, tras de él, al fondo del sendero. Se volvió en la silla y vio con pavor una banda de jinetes germanos cabalgando hacia él.
Él sólo quería salir de allí y volver a su hogar en Rávena. No volver nunca más al norte. Nada había allí que mereciera la pena la muerte de miles de hombres. Un romano merecía más. Merecía algo más que perder la cabeza contra un loco pintado.
La orilla del Rin no quedaba lejos, donde tropas romanas le protegerían. Escuchó los gritos de sus perseguidores. Tan solo llevaba su espada, que poco podría hacer en una situación así. Espoleó su montura sin piedad, mientras se alejaba de la muerte y se acercaba a la salvación.
Varios días lo separaban del Rin y los bárbaros ya le ganaban terreno.
Tragó saliva y cerró los ojos con fuerza. Amaba a su familia, amaba a sus vecinos y amaba a sus dioses. Finalmente comprendió que debía entregarse a estos últimos. Preparó el gladius para lanzar estocadas a sus enemigos y esperó el momento adecuado para volverse y coger desprevenidos a sus contrincantes.

No hubo supervivientes.


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