EN LA PIEL DE EVA (parte 3 de 3)

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Esperé a Rodrigo en el puente de los reflectores, arriba del escenario del anfiteatro. Me oculté entre las sombras, aunque a la luz tampoco le habría sido fácil reconocerme. Esperé a que él apareciera y entonces lo llamé:

–Rodrigo, mi amor. Estoy aquí arriba.

–¿Qué haces ahí arriba? –preguntó él–. Es peligroso.

–No seas tonto –dije–. Ven, tengo algo para ti.

Para aumentar su deseo dejé caer uno de los zapatos como una damisela en apuros. Rodrigo lo tomó y subió las escaleras de más de cinco metros de altura. Yo me había asegurado de ponerme frente a un tramo en el que no había baranda, y le pedí que se acercara a mí. Me alcanzó el zapato y, al tomarlo, lo volví a dejar caer. Él miró hacia abajo y yo aproveché la distracción para empujarlo.

Rodrigo cayó al escenario de espaldas, rompiéndose la columna para morir creyendo que su novia lo había asesinado.

A la mañana siguiente vimos la noticia por televisión, y ejecuté tan bien el papel de muchachito horrorizado que Eva y yo terminamos abrazados, llorando como si ambos hubiésemos sufrido la tragedia por igual.

Mi hermana va no volvió a ser la misma tras la muerte de Rodrigo; había perdido la alegría que la caracterizaba y ya casi no salía de su habitación. Lo bueno fue que me facilitó la tarea de alejarla de las distracciones, aunque a veces insistía en hacer algunas cosas por sí sola.

Una noche salió con una amiga –o al menos eso fue lo que me dijo–, y volvió muy tarde al departamento. Había llovido y, por no seguir mi consejo de llevar un paraguas, regresó empapada y temblando de frío. A la mañana siguiente despertó con un fuerte resfriado:

–Me siento mal –dijo desde la cama–; hoy no podré actuar.

Su aspecto era terrible y, gracias al vínculo que nos unía, supe que tenía fiebre sin necesidad de apoyarle la mano en la frente.

–Eva, mi amor; te ves muy mal. Pero no puedes faltar a la obra de esta noche; te prepararé un té y esperemos que más tarde te sientas mejor.

–Que vaya mi reemplazo –dijo ella–. De todos modos, no me interesa esa obra.

No podía permitir que faltara, era inaceptable que privara al mundo de su belleza y de su talento.

–¡Esto pasa porque anoche saliste! –le dije–. No deberías salir antes de una función, y además fuiste sin paraguas a pesar de que estaba a punto de llover. Te estás volviendo muy irresponsable.

–¡Déjame en paz! –dijo ella–. Eres peor que la tía Marta. Pareces una vieja amargada. Llama y di que no iré; no es para tomárselo tan en serio.

Pero era en serio. Muchos actores habrían dado cualquier cosa por tener un papel tan importante como el suyo; sobre todo yo.

Tomé el teléfono para avisar de su ausencia, pero corté apenas me atendieron; se me había ocurrido una idea mejor. Yo sabía de memoria todos los diálogos del personaje, y nadie en el mundo podría haber sido un mejor reemplazo para mi hermana.

Por la tarde, mientras ella dormía, busqué el traje para interpretar el rol más importante de mi vida. Ya me había disfrazado de Eva cuando asesiné a Rodrigo, pero aquella sería la primera vez me pondría de verdad bajo su piel.

Fui al living a sentarme frente al viejo tocador francés que mi hermana heredó de la tía Marta. Fue maravilloso mirarme en aquel espejo de frente, y no como una parte del decorado mientras la observaba maquillarse.

Me puse un sostén rellenándolo con dos pañuelos, imitando el delicado busto de Eva. Luego me puse su ropa interior, pues ella usaría unas calzas ajustadas para el rol de esa velada, y no podía arriesgarme a que se notaran costuras extrañas de un bóxer.

Se lo que estás pensando: “¿Cómo hizo para que no se le notaran los genitales?” Sucede que mis órganos sexuales no se desarrollaron mucho cuando alcancé la pubertad. Pero no te sientas mal; jamás tuve intenciones de hacer uso de ellos.

Me maquillé como si lo hubiese hecho cientos de veces, y aproveché para pintarme con el lápiz labial rojo merlot que mi hermana nunca usaba. Al final, escogí el calzado. Sus zapatos tenían un aroma que me hizo detenerme a olerlos antes de usarlos. Me los puse despacio, deslizando los dedos en su interior para sentirme acariciado por el cuero.

Mi actuación fue impecable, no solo en el escenario sino también fuera de él, y nadie tuvo la más mínima sospecha.

A la mañana siguiente mi hermana me despertó; la rabia que sentía le dio fuerzas para levantarse aun con fiebre:

–Me acaban de llamar para felicitarme por la actuación de ayer. Revisé mi ropa y me di cuenta de que estuviste tocando mis cosas. Te hiciste pasar por mí, ¿verdad? ¡Eres un enfermo! ¡Necesitas ayuda profesional!

El escenario de cartón en el que yo vivía se derrumbó. Las sombras bajo los pies de Eva se disiparon, dejándome a merced de la luz de mi habitación que me quemaba las retinas.

–Es cierto –dije–, todo lo que dijiste es cierto.

Me levanté y fui a la cocina mientras mi hermana continuaba gritando. Una vez allí, abrí el cajón de los cubiertos:

–Te amo, Eva; pero para ti no soy más que un monstruo social que vive bajo tu estrellato. Está claro que, para que brilles, yo debo morir.

Saqué un cuchillo del cajón y mi hermana corrió hacia mí:

–¡No lo hagas! –gritó, pero el cuchillo no era para clavármelo a mí, sino a ella, y cuando me agarró del brazo la apuñalé con todas mis fuerzas.

Cayó al suelo con la hoja enterrada en el estómago, haciendo un lastimoso esfuerzo por respirar. Entonces me agaché para sostenerla y mirarla por última vez mientras le brotaba sangre de la boca:

–Eva, mi amor; por favor no te sientas mal. Te amo más que a mí mismo; créeme que esta es la única solución. Vivirás por siempre bajo mi piel; te prometo que seré una mejor Eva.

Intentó decir algo, pero había perdido la voz. Vi entonces cómo sus hermosos ojos se apagaban mientras yo le acariciaba el cabello:

–Sabes, Eva; a veces creo que, en el vientre materno, una parte de tu corazón creció dentro de mí.

A partir de ese momento dejé de interpretar a mi antiguo yo. Nadie extrañó a ese muchachito introvertido y dependiente de su hermana, y a los pocos que preguntaron por él les dije que se había ido a vivir a otra ciudad. Con el tiempo fue como si él jamás hubiese existido.

Hoy Eva no necesita del cuidado de nadie y no se distrae con los hombres; la gente dice que está actuando mejor que nunca, y trabaja en obras cada vez más importantes. Todo es perfecto desde que Eva no tiene un hermano, todo es maravilloso desde que Eva y yo somos uno.

 

 

FIN


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