DESPERTAR

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Aquel verano del sesenta y tres, como cada año, nos íbamos a  pasar el mes de agosto en un terreno de secano que mis abuelos maternos tenían algo alejado del pueblo, digo nos porque la familia se componía por los matrimonios de mis abuelos, mis tíos con su hija Andrea, mis padres y yo. Eramos una familia bien avenida, sin complejos y sin envidias, respetábamos la vida y a sus gentes, éramos buena gente, y por ello todo el pueblo nos quería y nos tenía gran aprecio, sobre todo a  mis abuelos, en especial a mi abuelo que, a veces, era requerido por algún convencido para pedirle consejo. Según  contaba mi abuelo, a mi prima y a mí, el terreno era herencia familiar que iba pasando de generación en generación, de padres a hijos, y que algún día pasaría a nosotros. El terreno no es muy grande, pero da almendras, aceitunas y uvas para las tres familias, incluso una parte se destina a la venta, y también tiene un cortijo, lo suficientemente grande para albergar a toda la familia, y un gran porche cubierto que, gracias a una parra y a una enredadera, era un placer estar bajo su sombra, y, aquí, en el porche, mi prima y yo, hemos dormido muchas noches a la intemperie contemplando y contando estrellas. Mi abuelo siempre ha cuidado de la tierra, ahora lo hace mi padre y mi tío,  cuando tienen que recoger el fruto, mi madre y  mi tía les ayudan, en ese tiempo nosotros quedamos al cuidado de  los abuelos y nos vamos a vivir  unos días a su casa. Mi tío nació en Grecia, en una de esas islas míticas del mar Egeo, Amorgos, que, después de una discusión familiar, recayó en España, en mi pueblo, conoció a mi tía, se casaron y nació Andrea. Mi prima era una niña guapa, llamativa, poseía ese encanto que da lo heleno y lo ibérico, de  su mezcla salió una morena clara con un rosto angelical. Nos gustaba ir al secano, correr entre los almendros y olivos, por la viña, subir a las higueras, comer  sus ricas brevas y rebuscar moras. Eramos dos niños sin prejuicios, sin maldad, que jugábamos con limpieza y en el cortijo dormíamos en la misma habitación. Estábamos muy unidos, no podríamos pasar el uno sin el otro, yo no podía dar un paso sin mi prima, pero aquel verano del sesenta y tres fue especial para mí, lo recuerdo con satisfacción, ha quedado tan dentro de mí que parece algo inherente, pero soy consciente que un día lo cogí. Entonces yo era un mozalbete erguido y flaco, la pubertad se instaló en mi cuerpo y los cambios morfológicos eran evidentes: barba rara, primeras espinillas, axilas pobladas de un vello castaño y mis piernas se poblaban de  negro pelo, así como mi pubis, y mi aparato reproductor cambió radicalmente, y  mi voz ya  no era tan fina y placida. Con estos cambios me volví algo tímido, callado, a veces solitario, me volví introvertido, pero cuando estaba con mi prima mi carácter cambiaba y me volvía hablador, hablábamos de todo menos de nuestros cambios morfológicos, tal vez por…la verdad es que no lo sé. Andrea es un poco mayor que yo, su paso de niña a mujer ha sido más palpable, es una auténtica mujer, llama la atención de los mozos, y no mozos, cuando pasan juntos a ella, y es la envidia de las mozas del pueblo, la mezcla griega y española han hecho de ella una mujer bellísima.  Es muy extrovertida. Nos considerábamos dos personas adultas, tanto que ya no corríamos por las lomas ni por los abruptos barrancos, incluso por los almendros, pero no dejábamos de hablar, de contarnos cosas. Una noche tuvo la idea de poner el colchón en el porche del cortijo y pasar la  noche contemplando las estrellas como cuando éramos niños. Yo seguí su ejemplo. Tumbados en el colchón con la vista al cielo contemplábamos las mil y una estrellas del Universo y recordábamos cosas del pasado, cuando éramos niños trotando por el secano, y nos reíamos, ¡Dios como nos reíamos! De pronto, Andrea, con la vista al éter, comenzó hablar de sus cambios, de su paso a mujer, me dijo que hubiera preferido ser siempre niña, no quería perder su inocencia, que odiaba su cuerpo. No supe que contestar porque algo similar sufría yo, pero, ante mi sordo silencio, ella cogió mi mano y la puso sobre su pecho. Tembloroso, con el corazón golpeando mi pecho, acaricié con suavidad su turgente busto y sus tensos pezones. Cada vez temblaba más, mis piernas parecían echar a correr, pero yo seguía acariciando su pecho y ella respiraba con más fuerza. Recorrí con mi mano, con timidez, su figura hasta llegar a su poblada vulva, al tocarla, algo raro ocurrió en mi cuerpo y una nueva sensación se apoderó de mí, ella abrió sus piernas, me miró sonriente, complaciente, y posó sus manos en mis entrepiernas. Todo mi cuerpo se estremeció, parecía levitar de tanto temblor, parecía estar en otro mundo, y una nebulosa cubría mi cerebro anulando su voluntad de pensar, pero me entregué a mi desatino. Se despertó mi libido. La pasión, el frenesí, lo tenía a flor de piel, era algo que nunca jamás lo había exteriorizado antes y comprendí que había dejado de ser niño convirtiéndome en un hombre con vocación de macho. Si ya estaba unido a mi prima, desde aquella  noche más unido quedé, no podía pasar sin ella, la buscaba para estar a su lado, y si estábamos solos aún mejor, pero aquello duró poco, mi tía murió el invierno siguiente, unas mala enfermedad se la llevo antes de cumplir los cuarenta, fue muy duro para la familia que lloró con amargura su muerte, y al poco tiempo mi tío regresó a Grecia llevándose a su hija. Andrea y yo nos despedimos con un abrazo interminable llorando como dos niños pequeños.

Hoy me ha visitado mi prima Andrea. ¡Dios! Al cabo de cincuenta años se ha presentado en casa. En su rostro se puede ver las huellas del tiempo, pero también se puede adivinar que en su juventud fue una mujer guapa, de gran belleza. Ha venido por sus raíces, y a visitar la tumba de su madre, y…Nos hemos fundido en un abrazo con llanto silencioso que ninguno de los dos queríamos deshacer. Nos sentamos juntos cogidos de las manos con los ojos llenos de lágrimas, no se el tiempo que estuvimos en silencio, sin decirnos nada, pero nuestras miradas lo decían todo. Por fin se rompió el silencio y se abrió el baúl de los recuerdos, el pasado, y, como no, aquel mes de Agosto del sesenta y tres.


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