Terapia para el señor Milton

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Llevaba más de quince años ejerciendo la psiquiatría. En ese tiempo, el doctor Edmundo Greyes había aprendido que nada relajaba más a sus pacientes que el encontrarse en un entorno conocido, esperado, aunque lindara ridículamente con la teatralidad. Así, lo primero que vio el señor Milton cuando entró en el despacho fue un enorme diván junto al que esperaba sentado el psiquiatra con las piernas cruzadas, sosteniendo entre sus manos una libreta y un lápiz bien afilado. Todo muy hollywoodiense. «Cuénteme», le animó el doctor Greyes mirándolo por encima de sus gafas de montura metálica, y Adolfo Milton, estirado cuan largo era sobre el diván, se dejó ir, desgranando una historia de tintes pesadillescos que ya duraba un buen cuarto de hora.

–Al principio eran divertidos. Entrañables como niños encabezonados.

–¿De quién habla exactamente?

–Llámelos como quiera; la lista es larga. Zombis, Infectados, Caminantes,... Hay quienes los llamaban «Chachos».

»Gritaban: «¡Que vienen los chachos!». Qué ridículo, je, je, je.

–Está hablando de muertos vivientes.

–Correcto, doctor.

–Interesante...

–Como le decía, eran divertidos, con sus andares torpes y ese gemido largo e ininterrumpido suyo tan característico.

–¿Podría imitarlo?

–Vamos a intentarlo; siempre se me han dado bien las imitaciones.

»Sonaba algo así como: «Ggggggggggggggg…».

–Lo ha hecho perfectamente. Continúe, por favor.

–El Apocalipsis Zombi sacó lo peor de la humanidad, aunque también se dieron momentos que usted elogiaría como heroicos, por supuesto.

»Algunos filántropos pusieron su vida en peligro con el único propósito de rescatar las obras de arte olvidadas en los museos, y otros se preocuparon de guardar una copia impresa de los grandes títulos de la literatura universal: El Quijote, La Divina Comedia, Hamlet, Manolito Gafotas,... El Kamasutra, por supuesto. La Biblia, el Corán, el Talmud... Pero en general, el arte no fue la prioridad de los supervivientes, y quedó abandonado a su suerte.

»La Gioconda acabó en el baño de uno de los muchos caciques que se erigieron por aquel entonces, y cierto presidente europeo de cuyo nombre no quiero acordarme se llevó los atributos del David de Miguel Ángel. Qué cosas, ¿no?

–Mala situación la que relata.

–No se puede hacer una idea. El número de infectados aumentaba día a día, y con los miembros del gobierno en huída tipo «El último paga», sólo quedaron pequeños grupos medianamente organizados en lucha desesperada.

»Yo me infiltraba en esos asentamientos y hacía lo que estaba en mi mano para divertirme. Como la riqueza material no tenía valor, se mataba y moría por un puñado de arroz, y aún quedaban algunos pocos a los que se les podía tentar con poder o sexo, pero llegó un momento en que no fue fácil diferenciar a los supervivientes de los infectados, tal era la desesperanza que los embargaba. Vivos muertos contra muertos vivos. Dejó de tener gracia.

–Gracia... Le atrae el caos. ¿Verdad?

–El mal es mi negocio, je, je, je. Pero la situación se había salido de madre.

»No sé en qué demonios pensaba el Viejo cuando los creó; estuvo a punto de exterminar a la humanidad.

–¿Quién es el «Viejo»?

–¿Hace falta que le responda? Dios, Yahvé, Alá,... Elija el nombre con el que se sienta más cómodo.

–Entonces usted es…

–Hay una estatua mía en el Retiro. Yo era su favorito, el más hermoso de la corte celestial.

»Luzbel, portador de la luz; Belcebú, señor de las moscas; el gran dragón; el padre de la mentira; Satán; Lucifer;...

–El Diablo.

–«Don diablo se ha escapado/Tú no sabes la que ha armado/Ten cuidado, yo lo digo por si».

»Lo siento. No he podido contenerme, je, je, je.

–Canta bien.

–Me ayuda en mis quehaceres.

–Sus quehaceres...

–Como le decía, al Viejo se le fue la mano con los zombis; debería haberse contentado con los vampiros.

–¿También me va a hablar de Drácula?

–Son el mismo perro con distinto collar. Es cierto que no estaban muertos de forma... definitiva y que el cerebro les funcionaba, más o menos, pero no dejaban de ser unos infectados que propagaban su ponzoña allá por donde iban. Como los licántropos, aunque éstos se diluyeron entre sus hermanos lobos.

–¿Y Frankenstein?

–Eso es literatura para una tarde de lluvia, doctor. Seamos serios.

–Le pido perdón, Sr. Milton.

»Continúe, por favor.

–De acuerdo, pero no interrumpa con tonterías. Le decía que los vampiros no eran más que unos infectados. Es cierto que los envolvía un halo romántico. Ya sabe, el legado de Stoker, Lugosi y Coppola, pero eran unos elitistas; unos snobs que despreciaban la vulgaridad de la mayoría, y esa fue la causa de su extinción.

–¿Desaparecieron?

–No podía ser de otra forma. Por muy guais que se la dieran, al final pudo la cantidad sobre la calidad. No podían alimentarse de los zombis y encima estos les disputaban cada presa con la fuerza de su número. Eso sin contar con que los hombres no se dejaban comer fácilmente. Ni por unos ni por otros.

»Hubo un vampiro de nueva hornada, un tal Reverendo Hopkins, que se convirtió en todo un cazador de zombis.

–¿Qué ocurrió con él?

–Cuentan que cayó en una profunda depresión y que un buen día quiso ver el amanecer.

»Otros dicen que acabó criando su propia reserva de hombres en una isla libre de infección. ¿Quién puede saberlo?

–¿Y cuándo tuvo este sueño?

–¿Sueño? ¡No, mi buen doctor! Es todo real.

–No lo entiendo. Discúlpeme.

»Ha hablado de años de Apocalipsis Zombi. De vampiros extinguidos y del colapso de la humanidad… ¿Y me va a decir que eso ya ha pasado?

–¿Qué día es hoy?

–3 de febrero.

–¿Año?

–2.017.

–Ahhhh… ¡Ya comprendo! Mea culpa; tiendo a mezclar los años. Se debe a la moda. Ayer se llevaba la minifalda, hoy la falda hasta los pies y mañana de nuevo las piernas al aire. Hombres con barba que recuerdan a sus bisabuelos, y abuelos que visten como sus nietos. Y la ropa vaquera, que viene y va con el viento.

»¡Así no hay forma de aclararse!

–¿Me está diciendo que todo eso va a suceder?

–¡Premio para el doctor!

–Entiendo… ¿Y por qué me lo cuenta?

–Tenía ganas de hablar de ello, y no puedo buscar la complicidad del clero, como usted comprenderá.

–...

–Bueno, doctor. Debo dar por terminada la sesión.

–¿Nos vemos la semana que viene?

–No creo que pueda... Que usted pueda.

»Adiós, doctor Greyes.

–¡Menudo personaje! Digno de estudiar…

»Bárbara, haga el favor de retener un momento al señor Milton.

–¿Milton? Lo siento doctor, pero acaba de salir el señor Gualterio Langa. Y no tengo a ningún  Milton en la agenda.

–¿En serio? Interesante. Me habré dormido.

–Por cierto, doctor. ¿Podría tomarme el resto del día libre? Tengo a mi madre enferma, con un virus o algo por el estilo, y sólo queda por entrar el señor Quijano.

–Por supuesto, Bárbara. Váyase tranquila; yo me encargo de cerrar.

»Espero que se mejore.

–Hasta mañana, doctor.

–Hasta mañana.

»Señor Quijano. Puede pasar.

Mientras David Quijano se acomodaba en el diván tras descalzarse las botas de senderista que usaba para el trabajo, el doctor Greyes se dio cuenta de que había garabateado sin darse cuenta tres nueves en la libreta... ¿O eran tres seis?

 

B.A.: 2.017

 

Sigue al Señor Milton en:

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http://www.cortorelatos.com/relato/25580/la-reja-del-diablo/


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