Agosto

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        Solo unas embestidas más y habré terminado. Ella gime. Se le corta la respiración y se retuerce como si tuviera un animal dentro. O muchos; una estampida de animales salvajes dentro de su ser. Ella grita. Hunde sus uñas en mi espalda y se muerde los labios. Luego calla. Su rostro se debate entre el dolor y el placer. Su rostro sonríe y luego se marchita. Una y otra vez y sin parar. Finalmente es mía.

    Tengo que concentrarme. Cierro los ojos para no verla. Ella hace lo mismo. Llevamos así varios meses. Gustándonos sin querernos. Deseándonos sin amarnos. La simplicidad de la lujuria: te da lo que buscas sin quitarte lo que pierdes. Tan pronto como llegue, todo habrá acabado. Tan pronto como abramos los ojos, toda la magia se esfumará. Ella volverá a ser de alguien más. Y yo le perteneceré a la noche. Seré parte de la nada; del silencio.

    Unas embestidas después, acabé. Abro los ojos como lo hace ella. Sin un solo gesto de arrepentimiento. Me quito de encima y busco mi ropa regada por el suelo. Hasta otra ocasión, cariño. Como siempre, un enorme placer. Nadie abre la boca. Ninguno se atreve a cruzar miradas. Fueron así tantas veces que el procedimiento ya forma parte de una ceremonia. Pasarán los días y yo la llamaré o ella me llamará. Ven a verme, me dirá. Estoy solo, le diré. Ambas frases terminarán en lo mismo. Un enfrascamiento de fragancias y sustancias. De roces y sonidos. De ella y yo.

     Me levanto y voy al baño. Limpio mi sudor impío con la pureza del agua. No sirve de mucho a estas alturas. Me observo fijamente. A mis espaldas puedo verla vistiéndose. Su rostro no refleja sensaciones, parece lejano. Como si su mente estuviera en mil lugares distintos y su cuerpo actuara por inercia. Llevamos así varios meses: usándonos como clavos que sacan otros clavos, pero no lo somos. Somos tan humanos y tan frágiles que al dejar la habitación y reunirnos con la soledad, lloraremos hacia adentro y en silencio.

      Termino de vestirme y practico una pequeña broma que apenas y logra esbozar una sonrisa en su rostro aún inerte. Algo le sucede. Si ese fuera el caso, nunca lo sabré. Lo más lejos que puedo llegar con ella es a los rincones de su cuerpo. Solo mi sexo conoce la mayor profundidad de su cuerpo, aunque su alma permanezca intacta; cobijada en el misterio.

      No queda más por decir. No hay palabras bonitas, ni besos tiernos, ni sonrisas de complicidad. No hay otra cosa en esta habitación que dos almas lejanas y distantes. Dos cuerpos que se reúnen cada cierta luna llena para no hacer otra cosa más que complacerse. Y disfrutarlo sobremanera. Sin embargo, en el fondo, ambos sabemos que esta es la peor parte del espectáculo, cuando se cierra el telón y se apagan las luces. Saldremos juntos por la misma puerta, pero al tocar la acera cada uno tomará un rumbo diferente. Así fue antes, así ha sido siempre; así será hoy.

     Ella terminó de vestirse y tomó las llaves de la habitación. Esa es la señal. Es el momento de irse y volver a la realidad. Cogemos el ascensor. Ni una sola palabra se oye, ni una sola mirada se cruza. Me pregunto si realmente lo disfruta tanto como yo. Ha de ser así, de otra manera no volvería más. Me pregunto qué ideas atraviesan su cabeza. Qué es lo que logra mover su mundo, descifrar su misterio, romper su silencio. Todo este melodrama postcoital es tan frecuente como abrumador. Y sin embargo, llevamos meses así; buscándonos para darnos placer, evitándonos para encontrar amor.


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