La vida de Eve (1 de 3)

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Volvía a casa tras una reunión larga, tediosa, en la que mi jefe no había parado de atosigarme con todo tipo de papeleo y burocracia interminable. Me apetecía llegar, desnudarme y sumergirme en las aguas lilas de mi bañera de hidromasaje. Tenía ganas de aprovecharme de la dulce soledad derivada de una reciente ruptura con mi novio Pablo que, tras un tiempo de rencillas, al fin conseguí que desapareciera por unos días en lo que se nos ocurrió llamarlo “un descanso”. Hacía varios meses de eso y, sin duda, me estaba adaptando de maravilla a esa libertad que, si bien ofrece un sinfín de oportunidades con otros hombres, en realidad lo que regalaba era la ausencia de ellos. Y, afortunadamente, mis juguetes no daban el coñazo.

Vestida de oficina, con falda de tubo y chaqueta oscuros, y unas medias perla que hacían resaltar mis Blanik morados, aparqué el coche a una manzana y caminé hacia el portal de mi casa en movimiento presto y forzado. La falda apresaba mis rodillas, y las prisas obligaban a mi cuerpo a contornearse para delicia de algunos mirones. Justo en mi edificio habían empezado unas obras de remodelación que aglutinaba unos cuantos obreros en posición de descanso, bocadillos en mano, y soeces en ristre: “Eh, preciosa, si fueras mi madre papá iba a dormir en el sofá…”, “Niña, tu casa debe estar en obras, porque no veas qué polvo tienes…”, “¡Joder qué curvas… y yo sin frenos”…

Reconozco la gracia de estos tipos que, probablemente, volverían a casa después de trabajar muy duro para encontrarse con unas esposas horrendas, obesas y sudorosas, así que con cara de ofendida pero mostrando una risa muy sutil en la comisura de mis labios, dejé ir un leve “cochinos”. En realidad estaba bastante acostumbrada ya a escuchar este tipo de guarradas frente a las obras urbanas, pero aún así sentía cierta simpatía por su situación y, si se me permite la intimidad, hasta podían ponerme caliente en esos días del mes. En un solo fotograma de mi imaginación me los imaginaba corriéndose todos en mi cara en un improvisado bukkake. Un asco en verdad.

Al llegar a mi rellano resultó que las obras se hacían justo frente a mi puerta. Recordé entonces que, efectivamente, la señora que habitaba ese piso lo había vendido y, probablemente, estarían renovándolo por completo. Mientras introducía mi llave en la cerradura me resistí a mirar atrás, pero pude sentir cómo clavaban su mirada esos poetas callejeros. Ni siquiera el ruido de los trabajos iban a interrumpir mi proyecto de baño y la copa de Cavernet que lo acompañaría.

Pasaron los días y las obras eran cada vez más molestas y ruidosas. Incluso alguno de los paletas se permitía de vez en cuando llamar a mi puerta para solicitar que les llenara un cubo de agua o que les prestara mi aspiradora. Yo nunca hacía preguntas, me limitaba a ser cortés y a expulsar de mi intimidad a cualquier extraño ajeno al momento. “Gracias señora”, me espetó muy respetuosamente el último que me pidió algo, como si cada tarde no me follaran todos con la mirada, y como si sus piropos fueran grandes citas de Plutarco. Y entonces, aquella tarde, llamaron al timbre una segunda vez. Cuando abrí la puerta, un tipo de metro noventa, corpulento, sucio y maloliente dio rápidamente un paso al frente para poseer el umbral. A este no lo había visto aún. Parecía el capataz o como se llame el jefe de los obreros, iba con un peto azul, sin camiseta, unas Martins enormes, y una cara de baboso que tiraba para atrás. Es cierto que estaba cachas de cojones, pero juro que me estaba dando mucho asco tener a ese gorila delante.

-“Señora, perdone que le moleste, soy Paco, el encargado de las obras que tiene delante de casa. Mi jefe me ha pedido que le dijera que sentimos mucho el ruido, y que le agradezca su comprensión”.

Lo cierto es que cuando ya estaba a punto de soltarle un grito para que retrocediera, resulta que solo quería ser amable conmigo. Relajé los hombros y le respondí que todo estaba bien, que esperaba que acabaran rápido.

-“Ah, por cierto, si alguno de mis hombres le pide agua o cualquier cosa, no les haga caso, solo quieren verla a usted contorneándose mientras va a buscarlo”.

De golpe me cabreé mucho, cogí carrerilla para empujar al gigante fontanero, y el impulso más fuerte que he propinado en mi vida lo apartó un solo palmo hacia atrás. Lo justo para dejarlo más allá de mi puerta. “¡Buenas tardes, capullo!” Le solté antes del portazo.

El destino me preparó una sarcástica paradoja cuando, unas dos semanas más tarde, estando con unas amigas en un local de copas en el centro de la ciudad, pude vislumbrar a Paco unos cuantos metros más allá, bailando y pasándolo bien con unos colegas acompañados de sendas chonis con el pelo frito y ataviadas de mercadillo. Afortunadamente, no me vio, y no tuve que hacerme la “encantada de verlo”, así que me escurrí en mi asiento lo mejor que pude y seguí disfrutando de mi ocio noctámbulo. Es verdad que la conversación que estábamos teniendo nosotras tampoco era de taller literario, hablando del sexo con las respectivas parejas, de si a una le gustaba tragarse el semen de su novio, de si a otra le dolía la penetración por la oscura retaguardia... cosas que, en realidad, me importaban poco, puesto que en mi situación actual no me apetecían los detalles conyugales. Acabé rayándome, me excusé ante las colegas y me levanté para disfrutar del aire libre de la terraza del mismo local. La noche era fresca y la brisa llenaba mis pulmones con aire puro, así que decidí intoxicarlo con un cigarrillo. No me dio tiempo a encenderlo y una mano desconocida lo hizo por mí, con un Zippo que presentaba la bandera de España ondeando en un mastil. Solo me faltaba eso.

-“Nunca te había visto por aquí”, susurró una voz al oído. Una voz que me era familiar y que enseguida relacioné con la imagen del paleta enorme y desangelado que arreglaba la casa de mi vecina, y también con la silueta del personaje del que hacía unos minutos intentaba escabullirme. Efectivamente, Paco se había separado de su tropa poligonera para saludar a la pija de turno. No creo que eso le gustara a su chica.

-“¿Por qué crees que soy un capullo?” Me preguntó, imagino que de forma retórica.

-“Ah vaya, eres tú, no te había visto. Siento lo de capullo, estaba de mala leche”. El tipo seguía teniendo una cara desagradable, ruda, muy marcada por los golpes que la idiosincrasia de su barrio le debían haber propinado pero, ahí de pie, con una camiseta blanca ajustada que marcaba sus músculos desarrollados, y unos vaqueros del Mercadona, el tío podía dar el pego si lo veías de lejos. Entendí entonces que el gorila me había estado siguiendo con la mirada por todo el local para coincidir conmigo aquí y ahora.


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