La más mínima luz puede provocar un incendio

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Había una vez una luz.

Una chispa.

Una llama.

Un fuego inútil en su forma y cometido.

Un fuego mínimo.

Incapaz de crecer,

incapaz de ser algo.

De sentir.

De sentir cualquier cosa.

Pero estaba vivo.

O eso parecía.

Pero, ¿de qué servía?

No podía sentir amor.

Ni miedo.

Ni siquiera calor.

Solo… era.

Tampoco era fría.

Pero temblaba.

Estaba tibia.

Y un buen día,

el miedo la inundó.

Y creció.

Y se convirtió en un incendio,

el más mortal.

 

Y quiso retroceder,

pero no podía.

Gritó,

y una furiosa llamarada

la hizo crecer de nuevo.

Sentía que no debía,

pero tenía miedo.

De los humanos,

que también temían.

No quería.

No quería herir.

Y no podía.

No podía llorar.

Porque el agua le ardía.

Y la quemaba.

Y la mataba.

Y de algún modo

aquello la hacía sentir viva.

 

Porque la vida no se rige por amor.

Se rige por miedo.

Y entonces apareció.

El agua.

Los humanos confiaban en ella.

No les culpaba.

No quería hacerles daño.

Pero ella era eso,

un incendio.

Y para eso había nacido.

Y de pronto se enamoró.

Del agua.

Y no había nada malo

en enamorarse de la medicina,

excepto si eres la enfermedad.

Y en aquel momento,

mientras ardía,

lo entendió.

Y dejó de gritar.

Para empezar a llorar.

Y se apagó.

Y todo se volvió oscuro.

Porque no había luz.

Porque el agua,

y el fuego,

se necesitan para sobrevivir.

Y yo soy el agua,

pero también soy el fuego.


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