NAZI

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Cargó el bebé y llevó a esconderlo detrás de una marquesina que apartaba las almas en guerra y el peligro de los villanos que los separaban de su raza y su cultura.

El dolor hacia miserables los rostros de los prisioneros. Caminaban como si el infierno hubiera surcado su camino desde hace mucho tiempo. Reclamaban esa paz que como mendigos anhelaban en sus entrañas.

Las madres gemían y gritaban desde adentro su drama. La historia era para ellas su brutal carnicera, el imperio de un terrible castigo. Su esencia de mujeres se humillaba ante la mirada impávida de sus hombres que solo atinaban a maldecir desde el fondo de sus pieles marchitas por la desgracia el infortunio de haber nacido Judíos.

A veces esa denodada soledad los carcomía, era como si de repente toda la mitología cayera sobre sus espaldas y los dejara a expensas de los dioses, que mueven con hilos invisibles la torpe humanidad.

En ocasiones sentían que nada valió la pena hasta entonces. Que lo único que poseían era esa desgracia hecha cartas que nunca llegaron, mensajes al cielo silenciados en la amplitud de una comunicación con los ángeles que inclementes callaron ante sus innumerables suplicas; lo que si pervivía era una constante tentativa de una pesadilla interminable.

Pero ella, a expensas de todo, descendida hasta este extremo de miseria, concibió una realidad diferente. Aprestada con su miedo y su inmensa esperanza, deambulaba en las frías noches que circundaban a la muerte y con cautela tomaba aquellos que pudieran ser salvados como Moisés en el Nilo; los reservaba en espacios geográficos improvisados en su mente y llevados a cabo por su ilusión novelesca de darle sentido a unas cuantas vidas resucitadas en el fango de la más cruel de las crudezas, para luego liberarlos sin ser vista ni auscultada por nadie.

Los escondía por donde su visión y por donde el espanto le permitía asir algo de fortaleza. Renunciaba a esa lealtad maldita de su propia cultura. Era una inmundicia su cultura. Nada bastaba en su conciencia de mujer que le posibilitara admitir una historia donde la inclemencia se hubiera apoderado con tanta fuerza de las costumbres, pareciere que todo se derrumbaba ante su propia comprensión de la vida y de la tradición.

En la noche salía como un fantasma informe e infame de su espectáculo, de su circo humano, de su mismidad y la supuesta dignidad de su raza. Renunciaba a ella como si se quitara la máscara, se desmadejaba en su intento fallido por tratar de salvaguardar sus creencias.

Alimentaba a los niños prisioneros, los llevaba luego por callejuelas y los traspasaba a otros lugares donde estuvieran a salvo. Los guiaba y les declaraba entre cantitos isócronos lo grandioso de ser judíos, de volar alto a un mundo donde se reconocieran hijos del clemente y sabio Dios que todo lo dispone para ese fin de eternidad, esa que los cristianos valoran dentro de la esencia misma del sufrimiento: una gloria perpetua e indestructible.

Para los niños emancipados, Dios era un verdugo que se había olvidado de ellos, pues en su nombre les arrancaron sus madres, su niñez libre, su inocencia, su sentido del juego y de la vida. Prisioneros lloraron muchas veces la soledad y el martirio.

Sin embargo, en ella veían a una insigne mujer que les recobraba su dignidad perdida.

Esas noches ocultos tras ese velo que los separaba del infierno y les dejaba ojear en la distancia un camino de fuga, vieron como la tomaron prisionera. La tiraron por el piso y la ataron y le escupieron su bello rostro, y la improperaron con insultos y con frases que lastimaron su inocencia. Traicionera contra el régimen. Traidora de la patria, traidora de la misión de purificar esta única raza, la mejor y más perfecta.

Frente a la mirada impávida de sus coterráneos la ataron a una columna, la sometieron a la ignominiosa muerte, nos contaron otros que como nosotros escaparon, luego de que la hubieron asesinado.

Irene Sendler: la mujer que recorría conmigo mis noches y que con su instinto de madre me develó el misterio que se oculta en el deseo de salvar vidas, de otorgar ese permiso que nadie da, cuando se trata de devolver la dignidad a un simple mortal inocente condenado a muerte por el hecho de tener una existencia diferente.

 


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