Apocalipsis de rebaja

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Para Naty no había un credo que mereciera su atención; tampoco era una «roja», como la llamaba su padre cuando se enzarzaban en alguna de las muchas discusiones que caracterizó su vida en común, nostálgico de una dictadura largo tiempo extinta. No, Naty era una activista convencida y practicante, y veía de una obscenidad enfermiza las llamadas «rebajas de enero» que marcaban el comienzo de cada nuevo año. Eran muchas las penalidades a las que su labor humanitaria la había arrastrado con la sola compañía de su vieja mochila, y ahora, cuando las fuerzas ya la habían relegado al activismo distante y virtual de las redes sociales, estaba más que convencida de que el fin del mundo llegaría para limpiar la faz de la tierra del mal humano, y de que éste coincidiría con uno de aquellos días de consumismo egoísta y desenfrenado

Naty no tenía idea de cómo se produciría, si seguiría las profecías de los textos religiosos –fuera cual fuese el dios al que elevaban sus cánticos y alabanzas– o si simplemente la Madre Naturaleza se rebelaría como un perro contra las pulgas que le sangran la vida. De lo que sí estaba segura la vieja activista era de que a ella la pillaría al pie del cañón, luchando por lo que creía a través de las 27 pulgadas de su monitor Apple de alta resolución. Por eso, todos los 7 de enero desde hacía cinco años, se la veía en uno de los mayores supermercados de la ciudad, allí donde las rebajas eran sólo un recordatorio sugerido a través del sistema de megafonía con acompañamiento musical, aprovisionándose para su particular hibernación de toda suerte de conservas y encurtidos, leche vaporizada, agua embotellada y, su gran debilidad, tabletas de chocolate al 82% de cacao.

–Buf, señora… ¿Piensa acaso que va a producirse un holocausto nuclear? –con la llegada de la última caja de provisiones, subida al cuarto sin ascensor a lomos de un esmirriado repartidor, Naty cerró con doble vuelta la puerta de su apartamento y se dispuso a esperar la llegada del fin del mundo. Y los días pasaron, 8 de enero, 9 de enero, 10 de enero,… y las pilas de alimento menguaron al ritmo en que aumentaban las bolsas de residuos que la anciana almacenaba con metódica clasificación recicladora en dormitorios y pasillos –si el mundo no se iba al traste esas rebajas, no sería ella quien le pusiera la zancadilla–, los restos orgánicos debidamente depositados en la compostera que ocupaba buena parte de la terraza.

28 de enero

29 de enero

30 de enero

31 de enero

1 de febrero

2 de febrero

 

 

–Bueno –se dijo la anciana la mañana del 7 de marzo, fecha en que terminaban las rebajas en su ciudad, tras observar que la vida seguía su penosa andadura sin que ningún acontecimiento extraordinario en forma de agua, fuego o ángeles caídos del cielo hubieran acelerado su degradación–, el mundo no se ha ido a la mierda estas rebajas; habrá que esperar a las de verano–. Y como las veces anteriores en las que el apocalipsis se resistió a llegar, la anciana marcó el número de la empresa que se encargaría de retirar las bolsas de basura almacenadas durante la fallida espera, para comenzar a continuación la lista de la compra que realizaría en cuatro meses.

 

B.A.: 2.018


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