La diosa de la barra

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El bar era y es ligeramente cutre, uno de esos bares de las afueras que no destacan por nada. Dos cuadros antiquísimos en las paredes, recuerdo de tiempos mejores y, sobre el mostrador de madera vieja, unos pinchos de tortilla, unos pequeños bocadillos de jamón y unas gildas.

 

La entrada desde la calle da justo al centro de la barra, la cual se extiende a la derecha y a la izquierda. La barra es alargada y la distancia entre la barra y la pared, estrecha. Dependiendo de la hora suele haber una o dos personas atendiendo. Por la tarde-noche, a partir de las siete, siempre hay dos personas; y una de ellas es Ella.

 

Entré por primera vez hace unos veinte años. Estaba vagabundeando, taciturno y triste. Me acababa de separar y la soledad se apoderaba de mí. Vi el bar por casualidad y decidí entrar a tomar algo fuerte. Casi sin mirar a nadie pedí un whisky doble.

 

-   Ahora mismo.

 

Era una camarera situada en el centro de la barra. Joven; tendría unos 25 años, guapísima, morena, alta, pálida, con ojeras marcadas. Delicadamente, con unos atractivos movimientos durante los cuales dejó ver su sujetador azul, me preparó el whisky. Me lo acercó con una sonrisa entre tímida y ligeramente (sólo ligeramente) provocativa.

 

Me bebí el whisky poco a poco, muy poco a poco; observando a la chica. Todos sus gestos eran delicados, sutiles, hermosos, sugerentes… Sentí algo que nunca había sentido, una fascinación cautivadora, una seducción mágica.

 

Me fui a casa y todos mis pensamientos se centraban en ella. Aquella mujer me había hechizado. Todo mi mundo era ella. No me importaba nada más.

 

Volví al bar por segunda vez. Me preparó un maravilloso Gin Tonic, derrochando encanto y misterio. Esta vez dejó ver su sujetador rojo. Me sonrió.

 

Seguí yendo.

 

Vestía vaqueros ajustados y blusas con los últimos botones sueltos, dejando entrever levemente el comienzo de sus senos. Otras veces llevaba vestidos que realzaban su figura. Nunca faldas muy cortas. Siempre ligeramente por encima de las rodillas. Cuando se sentaba en su taburete dejaba ver una parte de sus muslos, blancos, inmaculados. La naturalidad competía con una estudiada provocación.

 

Supe que se llamaba Sofía. Se adueñó de mis noches y mis días. Al acostarme hablaba con ella, le rezaba “Sofía, diosa de los altares, faro de mis pecados, luz de mis perversiones. Mantente pura y tu pureza me redimirá”.

 

Iba todos los viernes, a las nueve de la noche. Ella me veía, me sonreía, lo sabía. Pero, para mi desgracia, no era sólo mía. Hablaba delicadamente con otros clientes, también a ellos les sonreía. Ellos la invitaban a tomar un Cuba Libre, un Gin Tonic. Bebía con naturalidad, con cierto deseo retador.

 

Algunas veces, medio a escondidas, en la otra esquina del bar, esnifaba unas rayas de cocaína con otros clientes; amigos suyos, supongo.

 

Pasaron los años. Ayer fui por última vez.

No voy a describir cómo es ahora, veinte años después.

No quiero destruir la belleza que permanece en el recuerdo.


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