ME RECUERDAS A ALGUIEN primera parte

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 Una llovizna grisoza como polvo de escarcha la hizo detenerse a sacar un paraguas y alejarse de prisa. Era ella, no me quedó ni tiempo para la duda: Ema Bovary con falda corta y tacones, toda de negro como si acabara de ponerse de luto acababa de bajarse del bus.

 La seguí por debajo de los aleros que cubren casi todo el andén. Hace frío en las calles, una brisa penetrante va empapando la ropa. Unas ocho cuadras hasta detenerse en la tercera casa de la calle que llaman la de los Moros. Golpea con insistencia erguida sobre sus tacones alargados, la sombrilla haciendo sombra a su cara, casi ocultándola de mi presencia, parado al pie de la puerta cerrada de enfrente. Entra apenas le abren, su sombrilla encogiéndose y la puerta otra vez se cierra. Pero ya sé que es la casa de las viudas, tres mujeres ancianas y solitarias acostumbradas al encierro. Me quedo largo rato esperando a ver si sale con las solas ganas de mirarla más de cerca y siento prolongarse la curiosidad. De adentro ni el más vago vestigio de dialogo ni movimiento. Tan sólo la calle con los pasos de gente que vuelve de misa de nueve. Nada más. Apenas alguien que ha llegado hace unos momentos con una maleta pequeña, la mirada altiva como si tratara de mirar siempre hacia las montañas que rodean el pueblo. Todos me han mirado extrañado aunque trato de disimular un poco después de que el bus reinició la marcha con su sonistraje de latas oxidadas, antes de ponerme a seguirla.

 Pero no, vaya pregunta, las viudas de Fonseca, dice mi hermana, poco y casi nada se sabe, quiero decir lo que saben todos, no hacen amistad con nadie y nunca salen, pero que más saben de ellas, esa es toda la historia, dice mi madre. Las dos alistan los últimos preparativos para el almuerzo, pensaba ir a la iglesia en la tarde porque no habrá demasiada congestión; ambas sentadas mirándome con curiosidad porque traigo la ropa mojada. Vaya pregunta, ninguno de mis conocidos sabe darme cualquier dato. Nada sobre las viudas mucho menos acerca de la que acababa de llegar. La vieja Calle de Los moros. Sus pasos que desvaneció la llovizna de la mañana. Solo la fachada de la casa y sus paredes descascaradas de pintura con los ladrillos relamidos que semejaban la puerta de un sarcófago abandonado y la verdad, apenas podía tener la más vaga idea de las tres ocupantes de la vivienda. Escasas veces me detuve a mirarlas en la misa. Me fastidiaba su caminar a tranconazos con bastones de palo, su gordura que semejaba cuerpos de araña, sus gestos agrios, casi idénticas sin ser trillizas y sus pisadas de madera. Nada más sé y nunca me importó, era el mismo caso de la mayoría de mis amigos. Pero ahora esta curiosidad no me dejaba tranquilo, esta mujer recién desaparecida de mi vista...

 En la noche la visita de Adelaida, mi novia, quien alguna vez tocaba a la puerta de las viejas en las mañanas con un cesto de quesos, que voy a saber si apenas me compraban, pagaban y ni siquiera me decía hasta luego. Adelaida, insisto como viven entonces, la pensión de los maridos interviene mi madre, les traen cada mes por correo, a todas, los maridos eran empleados del ferrocarril, pero ya está bien, de donde viene tanta preguntadera, desde cuando se te ocurre y yo no es que me llamo la atención ver esta mañana a una de las más viejitas que casi no se podía sostener con el bastón y nadie se preocupaba por ayudarla y eso es todo.

 El lunes tampoco puedo evitar las ganas de pasar frente a la casa con la esperanza de verla siquiera asomarse a la ventana lo cual parece que es esperar demasiado, pienso en esas ventanas que nadie abre hace  lo menos medio siglo. Tres veces el mismo día pero no sale la mujer como si hubiera sido un producto de mi imaginación. A ratos me pongo a pensar que quien más de mis conocidos la vio, quien más del pueblo la vio. No sé si esto pueda ser. En fin. Por la noche voy en busca de Adelaida a su casa. La encontré en la entrada mientras entregaba un paquete a José, antiguo compañero de escuela con su manera de saludarme de apretón de manos dolorosa y la carcajada de siempre resonando en la acera, que milagro cuñado, y yo será por Adelaida, supongo. Por donde sea, dice antes de soltar su risa enmarcada en un par de labios delgados y dientes grandes. Hasta las diez sentados en la cocina hablando de espantos y cosas raras con Adelaida y sus padres. Era según decían, una mansión poblada de duendes, espíritus, aparecidos, brujas y maleficios ahora conjurados gracias a las visitas del padre y a una misa que pagaban cada vez que oían ruidos extraños en el corredor. Una casa muy parecida a la de las viudas, lo creo por la fachada, los zaguanes oscuros, las habitaciones descomunales en forma de salones de baile y los techos elevados. Nada raro, una casa como todas las del pueblo, como la otra casa que tenían mis padres, como la de mi tío Alejandro y otras viviendas parecidas pero sin viudas y espantos. Salgo a la calle acompañado de Adelaida, la despido en la salida, le prometo volver al otro día. En la calle de los Moros todo sigue en silencio. Largo rato parado junto al portón, los oídos pegados a la madera, la respiración contenida. Pero nada, es como si estuviera deshabitada y más bien la hubieran poblado fantasmas diurnos poco amigos del ruido y la gente.

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