¡DUELO DE HOMBRÍAS EN ALMORRENDAS DE MÓÑAGO! (Parte 3)

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Señoras, señores, niños, niñas y demás barbaruelos indeseables: bienvenidos a la primera y esperada Edición del...

¡Campeonato Intercontinental de Reyertas Patibularias y Sangrientas!

¡Oh! ¡Por Simeón de Tolomeo, patrón de los incontinentes! ¿Qué veo? Los contendientes están subiendo en estos momentos al escenario donde va a celebrarse la trifulca pendenciera más apoteósica y delirante que jamás haya podido vivir cualquier mortal e inmortal; disfrutaremos hasta la frenética masturbación, hasta el más desgarrador éxtasis grupal que nos proporcionará la actuación de dos de los más siniestros luchadores profesionales de este maldito globo terráqueo por Dios creado. Agárrense bien a sus asientos, estén extraordinariamente atentos a todo lo que va a suceder, abran sin displicencia los execrables sentidos con los que el Elevadísimo Todopoderoso les ha condenado porque… ¡van a ver algo que nunca jamás volverá a repetirse! A la derecha del rectángulo malicioso, amenazando impaciente al público con un navajón oxidado de doble filo con el que se inflige cruces en la lengua, se encuentra “El Mataputas”, temido en todos los burdeles y cuadriláteros; a la izquierda, “El Lanzapollos”, que devorado por la impaciencia para eliminar en el primer asalto a su contrincante se ha puesto a tragar plumas. Sin duda, por las ceñudas expresiones de ambos contendientes, se adivina una lucha… ¡a muerte!, ¡sin tregua!, ¡sin descanso!, ¡sin finaaaallllll…! ¡Estos dos hijos de Satanás han acudido a morir por nosotros, como Jesús, el Salvador del Santo Universo! El público anima desde hace un buen rato a sus luchadores preferidos; unos reclaman coléricamente a Rusticazo que parta en dos a su adversario de una sola hostia; otros animan a Gallinón para que ponga un par de huevos porque empiezan a tener hambre; los demás exigen a ambos luchadores que fulminen al árbitro antes de empezar la contienda ya que, seguramente, como nos tienen acostumbrados este tipo de gentuza federada, va a sugerir un montón de reglas de juego estúpidas que sólo entorpecen las violentas expectativas de la bulliciosa muchedumbre... Efectivamente, señoras y señores, la reacción no se ha hecho esperar: antes de que suene la campana, Gallinón Crestana, profiriendo un cacareo ensordecedor al tiempo que aletea, se abalanza sobre el colegiado y le estaca acertadamente dos de sus deliciosas plumas, una en cada ojo; el pobre desdichado no ha podido advertir de donde venía el traicionero ataque y cae arrodillado con el rostro chorreante de líquido vital clamando con los brazos en cruz a San Dios de la Omnipotencia Salvadora que le lleve con él al Paraíso Prometido. Pero Rusticazo, envidioso de la inesperada reacción de su enemigo, con una expresión más que colérica, se dirige por detrás hacia el arbitrucho lloricón y le zumba tal grávido puntapié con punta metálica en la nuca que éste cae hacia delante totalmente a plomo con las vértebras resquebrajadas y con la cabeza hacia atrás en ángulo de noventa grados. El público de Almorrendas, emocionado y amaneradamente jubiloso, agradeciendo tan dichoso gesto a sus héroes, sigue abucheando al árbitro que, tendido en el cuadrilátero con la tráquea desprendida de su lugar natural, proyecta un grácil conjunto de espasmos lastimosos y contorsiones arrítmicas. Sin vacilar, los dos titanes antagónicos entre sí levantan al mortecino licenciado y lo lanzan con desprecio al “respetable”, que sigue increpándo al federado sin descanso. Es la primera vez, señoras y señores, que vemos tal colaboración entre estos dos feroces contrarios. Ahora algunos espectadores, los más entregados al espectáculo, inician una serie de iracundos pataleos al árbitro que, en el suelo, a punto de expirar, todavía muestra algún débil signo de vida. Y otros, en respuesta a este descarado “feo” perpetrado por el mismo, enloquecen agitados y, totalmente fuera de sí, inician un ataque con la intención de desmembrarlo y decapitarlo a golpes de silla plegable… ¡Efectivamente! ¡Así lo hacen! ¡Desde aquí puede oírse el crujir de sus huesos al partirse! Pero… ¿qué ocurre? Observen: ¡hay cuatro nonagenarios disputándose la cabeza del federado! Un momento… ¡uno de ellos es un abuelete del geriátrico de abuelos feos Yayo Malayo! Miren: ¡ha conseguido apresar el cotizado cráneo y salir del recinto con él ante la mirada envidiosa del resto de vejestorios! ¡Llamen a las autoridades: puede que en esa residencia de ancianos escasee la comida! ¡Sería imperdonable!... Eh, pero… ¿qué sucede ahora? ¡Que Santa Virgen Clitoriana nos acoja en su… regazo! Sí, señoras y señores, niñas y niños: el público está pidiendo a gritos la presencia de un árbitro de repuesto. Obviamente, el show no debe permanecer desamparado de equidad... ¡Y aquí llega otro profesional regulador de la justicia deportiva! La pregunta es... ¿cuánto tiempo durará este nuevo fracasado? De momento, lo único que puede intentar éste para salvarse del frenético gentío es llegar cuanto antes al cuadrilátero de la muerte que, de momento, parece el sitio más seguro de todo el recinto y… ¡así lo hace! Niños y niñas: el desdichado inicia sin mirar atrás una enardecida carrera hacia el ring, pero uno de los espectadores, el que lleva una espada samurai atravesada en la cabeza, le practica una eficaz zancadilla a la altura de los testículos, impulsando al mediador hacia una inevitable precipitación de morros contra el duro pavimento provocando un gran estruendo, asunto que estimula un alboroto ciclópeo entre un sector del público. Señores: el árbitro ha hecho demasiado ruido al caer y eso debe ser penalizado, por lo que otro hatajo de espectadores rabiosamente desorbitados se le echa encima y, desvistiéndole sin vacilación a base de hirientes sacudidas y sanguinolentos desgarros, lo lanzan al terreno de juego donde le esperan los dos demoníacos luchadores. Evidentemente, su vida no durará mucho más que un rezo a San Felancio del Gargantolo, patrón de los gígolos. Pero no se preocupen señoras y señores: todavía quedan diez árbitros anhelantes de inaugurar gustosamente sus turnos. Así que el reverenciado luchador Crestana, a sabiendas de que lo que va a realizar a continuación es del agrado de todos los espectadores, se dirige hacia la entrepierna del regulador deportivo el cual está a duras penas intentando recomponerse y, agarrándole el escroto con admirable precisión, ¡plups!, se lo extirpa de cuajo en un abrir y cerrar de esfínter mostrando al aire con apasionada exaltación el mísero colgajo lanudo en señal de victoria y poder. La concurrencia clama admirada de arrebato, sobretodo la venida de Sierrapollema, sedienta de tan faltos espectáculos culturales como el que estamos presenciado. Pero, Machacón, anheloso ya por empezar el combate contra Crestana, sujeta al desgenitalizado árbitro por los pies retorcido estimablemente de dolor y, a modo de helicóptero, inicia una serie de giros sobre sí mismo utilizando a éste como arma arrojadiza dirigida hacia el desprevenido rostro de Gallinón. Con la velocidad que adquiere la volada, la pierna derecha del árbitro se desprende de inmediato, cayendo zigzagueante como un boomerang carnoso sobre el público, cosa que éste corresponde mordisqueándolo ansiosamente con aprecio. El impacto en el careto del emplumado es estremecedor: Gallinón y lo que queda del árbitro se proyectan despedidos fuera del ring donde buena parte del público, con ese afán colaborador para que la diversión no decaiga, se dirige hacia el luchador y el árbitro con el sensato designio de continuar el desmembramiento. 


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