Muestrario de la vida

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Aquella sábana había atravesado varios sueños antes de ser colgada. Fue vela al viento en ese océano oscuro e insondable donde navegan los silencios de la noche sobre las olas gigantescas de la imaginación. Envolvió las caricias de un amor inventado que dos manos forjaron moldeando la nada con el barro intangible del deseo hecho mar, alfarero de senos de sirenas varadas y cabellos de espuma adornados de sal. Al llegar la tormenta, se tornó en tierra firme, una sábana blanca que cubría el cadáver del marino dormido, encontrado en la costa como único resto del naufragio infinito que amortaja las almas en el pozo sin fondo de la cruel soledad.

Los calcetines repasados son de un poeta que invirtió sus versos, ahorros de toda la vida, en un mal negocio: la esperanza. Y ahora, perdida, se lamenta de lo torpe que fue poniendo el alma en perseguir la utopía, llegando tan lejos donde ningún lector pudo seguirle, negándose a ofrecer a buen precio la cómoda caricia de lo fácil. Sus versos son calcetines rotos, recosidos, que penden en el tendedero de la vida como los ajusticiados antiguos colgaban en las plazas para escarnio propio y ejemplo de las masas.

El sostén negro con que la viuda recibió el pésame. Está ahí, mostrando al mundo la concavidad que nunca más palpará el difunto, si alguna vez lo había hecho, pero que ahora es reclamo para otras manos, también lo había sido antes, porque el dolor de estómago después del desayuno que lo llevó a la tumba tenía algo que ver con el cianuro. La viuda lo ha dejado pendiendo de una pinza, negro y con encajes, como un reto de maravillosa continuidad, como ese dinosaurio que todavía estaba allí al despertar.

Las medias de seda, que el novio improvisado le había regalado a la muchacha del quinto izquierda a cambio de un beso en la mejilla. Rotas ya del uso en la barra del bar donde trabaja para mantener al hijo que engendró ese maldito casto beso. De eso hace ya un año o cuatro, que fue un veintinueve de febrero. Ahora vende su amor por las esquinas, pero no deja que nadie más la bese.

Los calzoncillos que no llegó a ponerse nunca el abuelo. Lavados para nuevo uso. Alguien se los pondrá mañana. La ropa no puede tirarse. No es cierto que el abuelo se muriese. Estaba muerto hacía veinte años: olía, sabía y se palpaba ya como un cadáver. Desde que la abuela encontró un quirófano en el que dejar sus penas. A la gente se la entierra por evitarse la molestia de seguir teniéndolos delante. El abuelo podría haberse quedado tan tranquilo en su silla de mimbre, en la entrada de la casa, viendo pasar el tiempo como quien mira un río. Lo suyo era mirar. Sus calzoncillos estaban sin usar, pero los han lavado. Todo lo que tocaba el abuelo se lavaba, porque la vejez es una enfermedad contagiosa.

El chándal, Adidas, o algo así, del vecino de arriba. Que se empeñó en cuidar el cuerpo sobre todas las cosas, por culpa de la televisión y del aburrimiento. Iba al gimnasio todas las mañanas, hacía pesas, largas marchas en una cinta corredora, flexiones hasta desencajarse, natación y pádel, más flexiones, en un círculo vicioso de hedonismo. Lo único que consiguió con tanto esfuerzo fue tener pie de atleta. Y eso es una infección por hongos.

Un par de viejos pantalones sin remedio, que llevan colgados media vida. Nadie piensa recogerlos porque nadie vive ya en ese piso. Sus habitantes fueron desahuciados por no pagar las letras de la enciclopedia más grande conocida. También debían un café con leche en el bar de abajo y muchos saludos sin devolver. Vivían nada más que para sus libros. Eran gente que leía demasiado y no supo endeudarse, como los demás, por cosas realmente importantes: el frigorífico, un coche cuatro puertas, las vacaciones de verano, la comunión de los hijos, el perdón de los pecados, la eterna vida...

El monólogo de un sujetador con una braga, dos piezas del mismo rompecabezas, es un monólogo tan interior como la literatura de Virginia Woolf. Por cierto, Virginia Woolf no es una marca de corsetería, pero podría serlo. Ya lo creo que podría serlo.

Los trapos de cocina, el mantel, las servilletas, las toallas, el delantal, los pañuelos, la bayeta de quitar el polvo... Todas las criaturas de este mundo caben en un colgadero.

La ropa tendida no es otra cosa sino un muestrario de la vida.

(Amado Gómez Ugarte)


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