Secretos

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Le veía raro desde hacía unos días. Mi hijo nunca se distinguió por ser un gran conversador. Tampoco era cariñoso. Nunca tuvo el gesto de la caricia espontánea ni del beso no demandado.
Siempre fue enfermizamente independiente y, en cuanto la edad se lo permitió, no volvió a informarnos de sus movimientos o sus planes. Jamás volvió a pedirnos permiso.
Yo le decía a Manuel (Manuel es mi marido, su padre):
- Este chico entra y sale cuando quiere. Hace lo que le da la gana. ¡Deberíamos ponerle coto, Manuel!.
Él me miraba con ojos tristes y contestaba:
- ¿Ahora?. ¡Ahora ya es tarde mujer!.
El caso es que, como decía, llevaba unos días más raro de lo normal. Soy su madre y, como tal, en seguida detecto un cambio físico en mi chaval. Estaba más delgado, ojeroso, como si llevara días sin dormir. Caminaba con la cabeza gacha y los hombros hundidos. Talmente igual que si soportara un enorme peso sobre ellos.
Pero no le pregunté. De no hacerlo había perdido la costumbre. Además, ya era un hombre, ¡me daba vergüenza!.
Se lo dije a Manuel. Si era un problema de faldas, le sería más fácil sincerarse con su padre.
Pero mi marido me miró con aquella indiferencia que hacía un tiempo se había instalado en su gesto, su voz, sus ojos, su actitud…
- Si tiene algo que decir que lo haga y ya está.
Y volvió a centrar su atención en la tele. Desde que se jubiló, cinco mese atrás, no dedicaba su tiempo más que ha esta actividad.
Una noche, mientras cenábamos en silencio, mi hijo levantó la cabeza del plato el tiempo suficiente para informarnos de que se iba a vivir con su pareja.
Fue conciso, tajante. Cortó de raíz todo intento por mi parte de preguntarle como era ella, si se querían mucho, cuando y como se habían conocido. No tuve la más mínima oportunidad de sugerirle que la trajera a cenar.
A la mañana siguiente cargó todos sus enseres en su coche, como si hiciera tiempo que los tuviera preparados, y se fue para siempre.
Yo me consolé pensando que, al menos ahora que habían hecho las paces, él ya sería feliz. ¿ Por qué si no se iría a vivir con ella?.
Pasó un año. No supimos nada de mi pequeño en todo ese tiempo. Yo lloraba todas las noches cuando Manuel ya estaba dormido. Él parecía tener suficiente con los resultados de la jornada de liga. Nunca volvimos a hablar del hijo ausente.
Un día, dos años después, sonó el teléfono. Mi corazón dejó de latir. Era un chico cubano que con voz muy dulce nos informaba de que su marido, Manuel Fernández, acababa de fallecer.
- Está en el Tanatorio de la Vall d'Hebron. Será enterrado mañana en el cementerio de Montjuich a las cinco de la tarde. Por si quieren pasarse en algún momento.
“Pasarnos en algún momento”. Esas palabras resonaron en mi cabeza durante el trayecto al Tanatorio. ¿Por qué el marido de mi hijo interpretaba que no queríamos ver a mi niño muerto? ¿De donde sacaba que no quería despedirme de él, dejarle un beso en la frente, ver su cara y acariciar su pelo por última vez?.
Cuando Pablo nos recibió a la puerta del triste edificio lo entendí todo.
Perdimos a nuestro querido hijo en el momento en que dejamos de estar presentes en su vida. Cuando ya no nos interesamos por sus vivencias y sus preocupaciones. Cuando no le dimos el ambiente propicio para el cariño y la confidencia.
Mantuvo el secreto de su homosexualidad por decisión propia más que por necesidad. No nos dio la oportunidad de aceptarlo o rechazarlo, simplemente pensó que no merecíamos saberlo. Nos quitó los dos últimos años de su vida como castigo a nuestra indiferencia.
Lo sé, hijo mío, no fui la madre que merecías, la que necesitabas.
Y te llevaste tu secreto a la tumba.

 

 


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