Nunca le digas al profesor

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La ansiedad que le provocaba rendir nuevamente el examen era molesta. Francisco releía los textos una y otra vez, tratando de comprender nuevas posibilidades y perspectivas de los mismos. Encontrándose en un lugar dónde ya no era posible exprimir los textos, era seducido por la idea de despejar la mente, ver un video, quizá jugar videojuegos o escuchar un casete del Dr. Tangalanga.

Llegó el día del examen. El día en que enfrentaría la mayor tortura del CBC, la única materia que Francisco llegó a odiar en dicha experiencia: Pensamiento Científico. Confiado por haber estudiado y preocupado por el modelo de opciones múltiples, se presentó y trató de olvidar la catedra donde evaluaban con cinco preguntas.

Otra vez, dudas le asaltan en la comprensión de las afirmaciones. En caso de ser falsas, hay que justificar la respuesta, es lo más molesto que tenía que hacer. Una fecha, personaje o situación verdadera que no esté relacionada con la fecha, personaje o situación, era un punto menos. Un punto que lo alejaba de la aprobación.

Francisco era uno de los últimos, experimentaba una especie de parálisis de la información. Ya no pensaba con claridad y mucho más no podía hacer. Entregó el exámen.

Para relajarse, subió al segundo piso, para estar solo. La posición elevada le permitía ver las cosas, tener control, serenarse. Ya no quedaba nadie en el salón, vio una profesora entrar en el aula. Ella nunca estuvo en el exámen. Esperó a que corrijan los exámenes y vio nuevamente, a la profesora, salir del aula. Corrigió y se fue.

Entró con la esperanza de haber aprobado. El profesor lo llamó por el apellido y le entregó el examen. Ese momento fue eterno y miró la hoja; un enorme cuatro rodeado de un círculo estaba en la hoja. Francisco se relajó, la última materia del CBC que venía arrastrando y le valió una recusada. Ahora, solo tenía que completar la libreta con lo que el profesor escribió en el pizarrón.

Luego examinó el exámen con mayor atención. Le llamó la atención un ejercicio que parecía no haber corregido. Se levantó y le preguntó al profesor, antes de devolver el exámen y quedarse con la duda, total ya estaba aprobado. El profesor le dijo que estaba todo bien, que fue corregido, entonces, le dejó el examen y volvió a su lugar. Antes de sentarse, lo volvieron a llamar y se acercó: el profesor le pidió disculpas por qué, el exámen, estaba mal corregido. Su alegría se vino abajo. No podía protestar, ni tenía la mente clara para argumentar en su defensa. Se retiró, imaginándose que el profesor podría haber firmado la libreta, sin haberse dado cuenta de su error, sino hubiese abierto la boca.


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