No es oro todo lo que reluce

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Era una tarde de mayo y Gabriel y yo estábamos en el parque de la Coronación. Ya empezaba hacer calor. Éramos unos chiquillos de diez u once años de edad, y teníamos curiosidad por lo desconocido. Las tardes nos parecía muy larga, por aquel entonces. Con que, decidimos ir a la playa, que estaba a siete kilómetros del pueblo en donde vivíamos. Nosotros, como chiquillos de barrio, íbamos vestidos, si se puede decir vestidos, con un bañador y unas zapatillas, nada más. Nunca habíamos salido del barrio y nunca nos revelamos por ello. Sin pensarlo, nos fuimos a la Avenida los Cruces, de donde se sale para ir a la playa. Estábamos exaltados, porque jamás habíamos estado en tal sitio. Sin más empezamos hacer auto-stop (Conocido por aquí cómo “Hacer dedo”). <<A dónde íbamos con esas pintas>> Me digo ahora en retrospectiva. Estábamos haciendo auto-stop cuando paró un coche “Volvo” verde claro, en él iba una señora rubia de cara cadavérica con un chiquillo moreno de ojos saltones, que tenia nuestra edad. Gabriel y yo éramos pobre, pero felices, y nunca habíamos visto, y menos subido en un coche de esa categoría. Todo era extraordinario en aquellos momentos. La señora de la cara delgada llevaba en el asiento en el que iba sentada dos bastos cojines y la cabeza fina y pálida le llegaba al techo, y el chiquillo de ojos grandes se le caía los mocos, formando unos lamparones verdosos.

-¿A dónde vais criaturas?- Preguntó la señora con la cabeza pegada al techo.

Gabriel me miró y yo lo miré a él, los dos muy serio.

-A la playa- Dijo Gabriel dubitativo.

Aquello de hacer auto-stop nos parecía que estaba al margen de la ley y nos parecía que nos podía pasar cualquier cosa. Sentíamos que todo era una aventura, y lo era, y más siendo la primera vez que hacíamos una barbaridad como aquella.

-¿A qué vais a la playa?- Preguntó de nuevo la señora.

-A bañarnos- Dije yo de inmediato.

-¿Cómo se llamáis?

-Yo Juan Antonio y él Juan Gabriel- Dije yo encantado de contestar a la señora.

-¿Es la primera vez que vais a la playa?- Preguntó de vuelta.

-Sí- Dijo esta vez Gabriel.

-Pues mira, Juan Antonio y Juan Gabriel, mi hijo Portu y yo, también vamos a la playa a bañarnos, si queréis, podéis venir con nosotros, pero luego, cuando terminemos de bañarnos en la playa, mi hijo y yo nos quedamos en la playa porque tenemos un chalet y vivimos ahí…así que después, yo no os puedo llevar de vuelta al pueblo- Comentó la señora muy convencida.

-Vale- dijimos los dos al unisonó, ingenuamente.

-Vale, pues vamos todos junto- Dijo, y soltó a continuación -¡Mira cariño hoy vas a tener compañía!- Exclamó, mirando a su hijo por el espejo retrovisor interior.

Así que llegamos a la playa, a eso de las cinco, y nos pareció muy bonita; la arena suave, el agua, las olas, las sombrillas, las toallas, las gentes tumbada en las toallas, los chiringuitos…Pero lo que más nos impresionó, fue, como se bañaban los ancianos. Claro, nosotros estábamos acostumbrados a bañarnos en el canal que había junto al barrio, y ahí, nada más que se bañaban chiquillos que se tiraban de lo alto del muro.

Pasamos la tarde con la señora de la cara encartonada y el chiquillo de enormes ojos, y la verdad, que intimamos bastante y lo pasamos muy bien, todos juntos. Parecía que se presentaba una aventura perfecta.

La señora tenía el chalet junto a la carretera, donde nosotros teníamos que hacer auto-stop de vuelta al pueblo. Eran las ocho y media de la tarde y ya comenzaba hacer fresco, no era verano aún, y las tardes de mayo eran frescas. Cuando sucedió una cosa que nos dolió en el alma, y con el tiempo se quedaría marcado a fuego en nuestras psiques. La señora que era extremadamente rica, entró en su inmenso chalet, hizo un bocadillo de queso con rodajas de tomate natural y se lo entregó a su hijo y nos dejó a Gabriel y a mí, mirando. Esto no lo hubiera hecho nuestras familias por más pobre que fuéramos. Al final llegamos a casa ateridos de frío y hambrientos. No sabíamos que la playa daba tanta hambre, y que el frío y el hambre pueden volver loco a cualquiera. La experiencia nos enseño muchas cosas, una de ellas fue que; No es oro todo lo que reluce.


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