En las entrañas del Taklamakan

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Es conocido el misterio que rodea al desierto del Taklamakan en Xinjiang, China, en su zona occidental, muy lejos de la protección dela Gran Murallay su Última Puerta Bajo el Cielo, como se llamaba a la salida oeste de la fortaleza de Jiayuguan. Más allá acechaban lo desconocido y la barbarie: tempestades de arena que hacían desaparecer todo sin dejar rastro, asaltos y muertes horribles, extraños seres monstruosos…

El secretismo acerca del Taklamakan es tal que hasta no hace muchos años el ejército chino ha realizado allí pruebas nucleares. El nombre del desierto ya es tremendamente sugerente: “Se entra y no se sale”,reza la traducción; un laberinto de dunas, desolación e historias perdidas enterradas sin remisión o flotando en los vientos y tormentas de Asia.

Se trata verdaderamente de un muy extraño lugar. Los uigures, pueblo de origen turco que habita la zona narran por ejemplo cómo más de una vez, en las pequeñas aldeas situadas entre el desierto de Lop y el océano de arena del Taklamakan han llovido del cielo monedas u otros objetos de origen desconocido.

Alexander Platt, un alumno alemán de Albert Lord (el autor de la revolucionaria obraThe Singer of Tales) recogió durante los años 40 del siglo pasado diferentes narraciones en las que se habla de lluvias de serpientes y otros animales y objetos, incluso se mencionan nevadas que convertían ese mar ondulante y traicioneramente tranquilo en una inmensa y blanca mortaja sinuosa, cuyo silencio ominoso podía llegar a enloquecer a cualquiera.

Pero lo que atrajo irremediablemente a Platt fue la narración de lo que probablemente a principios del siglo XIX vivió el abuelo de uno de los ancianos entrevistados, cuyas palabras eran transcritas con ayuda de un intérprete chino. Parece ser que los acontecimientos tuvieron lugar después de unos días de terribles tormentas de arena, cuando una cierta calma se impuso en los cielos. Fue en una de esas noches cuando toda la humilde aldea despertó debido al constante ruido de objetos pesados cayendo al suelo o provocando un fuerte estrépito al caer sobre los techos de adobe, llegando en ocasiones a romperlos. La sorpresa y la estupefacción dieron paso al pánico, pues aparte de trozos de madera, tejidos, etc. lo que también se precipitaba contra el suelo desde las negras fauces de la noche eran brazos humanos, cabezas, torsos, piernas, cadáveres casi al completo, todos ellos resecos como troncos y ramas marchitos, casi desnudos como odres de pellejo vacíos.

Platt decidió internarse con una caravana en las profundidades de esa nada que seca los ojos y el alma de todo el que osa atravesarla e ir al encuentro del enigma que provocó esa lluvia de muerte; a partir de aquí transcribo parte de las notas de lo escrito en el diario de la expedición. 

“Como en la alucinación de un San Antonio abandonado en el desierto a sí mismo y a sus fantasmas, allí estaba bajo un cielo oscuro plagado de ríos de miríadas de estrellas, de racimos y constelaciones tan hermosas como terriblemente lejanas, indiferentes en la atmósfera nítida y helada de la noche. No podía decir si me hallaba en el mismo corazón del desierto, porque este desierto no tiene corazón, sólo es extensión pura, una nada sinuosa e inerte que engulle sin compasión cuanto atrapa…”

“… Ante mí se hallaba la escena arrancada a las pesadillas de un demente: un inmenso barco de proporciones descomunales, una stultifera navisperdida en un mar de arenas, encallada en las playas de su propia locura. Como esos templos egipcios semienterrados de los grabados de viajeros del siglo pasado cuyas formas visibles daban idea de sus ciclópeas proporciones, esa pesadilla se me mostraba como si la negra catedral de Colonia, esa desmesura gótica cuyos cientos de metros de altura y longitud requirieron 600 años de trabajo hubiera sido convertida en un monstruo hecho de la carne y sangre de todos los bosques, un Arca arrojada por la mano de Dios a un erial de desolación y muerte. Los mástiles parecidos a zigurats babilonios aparecían arrancados por la mitad, mostrando astillas del tamaño de pinos; lo que una vez fueron velas que cubrirían un pueblo entero como blancas mortajas estaban inmóviles y rasgadas con enormes cortes, hechas jirones por los gritos y embates de tormentas enteras… aquello estaba más allá del lenguaje y del sentido de la realidad. El monstruo estaba completamente desarbolado y cascadas de cuerdas gruesas como brazos se agitaban en el viento como los cabellos del cráneo abierto de un gigante".

"...Innumerables cuerpos y restos estaban desparramados por la arena como deformes títeres sacudidos por las manos de un dios caníbal en un banquete grotesco. Pero enseguida mis incrédulos ojos se posaron en los cadáveres de seis inmensos elefantes que yacían dispersos frente a la proa. Su tamaño superaba por varias veces el de cualquier ejemplar conocido. Algunos de ellos llevaban todavía puesto una especie de arnés del que pendía un sistema de cuerdas que se unían a la parte alta del navío. Entre las rasgaduras de la piel reseca y abierta de sus cuerpos ví cómo las costillas formaban bóvedas espectrales a través de las cuales resplandecían las estrellas..."

"...Semienterradas a cada lado de la nave estaban lo que parecían seis gigantescas ruedas de madera, más o menos unidas todavía a los ejes que atravesarían por dentro el casco de estribor a babor...  Hasta donde alcanzaba la vista toda la ciudadela rodante estaba labrada con relieves de formas tan bellas, terribles y barrocas que parecían el capricho del buril de un ejército de demonios, majestuosidad añadida que hipnotizaba irremediablemente la mirada, perdida para siempre en los infinitos signos, figuras y adornos del cuerpo del monstruo. Al observar más detenidamente me di cuenta de que toda la nave estaba acribillada por lo que parecían haber sido cien, mil galernas de flechas: erizaban todo el casco, las ruedas, los mástiles, atravesaban hombres y animales; parecía que una plaga bíblica de saetas se hubiera desatado desde los cielos...  ¿Cómo era posible que un barco de esas características, algo único en la historia, estuviera ahí ante mis ojos? ¿El Taklamakan había sido un mar antaño? Pero si eso fuera cierto hablamos de escalas geológicas de tiempo: ¿Cómo era posible entonces la existencia de gentes capaces de construir semejante Leviatán en las eras en las que la semilla de lo humano anidaba todavía como un gusano en la noche oscura de las bestias?”.

Interrumpo la presentación del relato con esas últimas reflexiones de su autor, que resumen perfectamente el espíritu de todo el diario.

Estas sorprendentes líneas muestran a un hombre que probablemente había perdido el juicio, mas la lucidez y detalle de lo narrado plantean al interesado en la región y a toda persona mínimamente sensible una serie de enigmas con seguridad irresolubles para siempre: jamás se volvió a saber de la expedición de Platt ni de lo que había visto en el desierto. Pero bastantes meses después de su partida se pudo recuperar su diario, muy maltrecho y en estado fragmentario. Fue encontrado en una de esas misteriosas lluvias que de vez en cuando envía desde su corazón perdido el desierto de Taklamakan.

 

 

 

 


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