Le dije a Lady Di que no hiciera pipí

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Maldita perra. Le había advertido mil veces que no estaba dispuesto a soportar por más tiempo su manía de levantar la pata en cualquier sitio y soltar su orina. Pero ella no hizo caso, y en la primera oportunidad que se le presentó, volvió a hacerlo.

   La monja nos estaba vigilando, como todos los días. Perseguía con la mirada nuestro paseo matutino a lo largo del jardín del sanatorio. Yo llevaba a Lady Di sujeta a su correa imaginaria, porque me habían prohibido sujetarla del cuello con una cuerda de verdad, y ella correteaba a cuatro patas olisqueando los geranios y lamiendo el agua de los charcos. El día estaba claro y la temperatura de abril era agradable. Los compañeros de paseo no se acercaban a nosotros, porque temían que la perra les orinase en la pernera de los pantalones, como era su costumbre. Einstein nos seguía a unos pasos, con precaución, relativizando las distancias. Borges contemplaba ensimismado su aleph, que era un minúsculo espejito de baño, y presumía de estar viendo reflejado en él el mundo entero con todas sus criaturas reales e imaginarias. Emily Dickinson iba repitiendo su frase favorita: "Objeta y serás peligroso de inmediato, asiente y serás cuerdo". Marcel Proust se quejaba del desayuno, porque servían café con leche en lugar de té para untar las magdalenas. Y Mia Farrow le lanzaba escupitajos a un tipo que tenía un cierto parecido con Woody Allen. Pero nadie se nos acercaba. Lady Di se detuvo un momento y todos detuvieron su paso. Luego, volvió a andar y todos caminaron.

   La monja parecía uno de esos seres satisfechos, que como no han conocido nada de la vida, ni el sexo ni el dolor, ni el hambre ni el odio, se sentían felices en su ignorancia pensando que los demás éramos unos seres viles, carcomidos por el pecado, por los que sentir piedad y tal vez un poco de repulsión. "No se detengan", gritaba. "A paso ligero, hagan ejercicio que les vendrá bien". Dios iba el último de la fila, vestido con ropas de mujer y unos zapatos de tacón con los que apenas sabía andar, dando constantes tropiezos. "Hay que saber estar con los tiempos", murmuraba con resignación. "Ahora Dios es una mujer".

   Fue entonces cuando la perra se revolvió, librándose de la correa, y salió a toda prisa en dirección a la monja. Nada más llegar junto a ella le orinó sobre el hábito. Sor Teresa se quedó inmóvil, como petrificada, no supo reaccionar mientras la perra le vaciaba el contenido de su vejiga. Durante un momento parecía que el mundo se hubiera detenido. Nadie se movía. Hasta los pájaros cesaron de cantar. Luego se escuchó el grito de horror. La monja sufrió un ataque de histeria y otras monjas aparecieron en el lugar. Lady Di fue reducida de inmediato. La encerraron en el cuarto oscuro y nunca más supe de ella. A mí, que era su dueño, me condenaron a pasar el resto de mis días con una tipa con cara de caballo que decía ser Camila Parker Bowles.

(Amado Gómez Ugarte)


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