CUATRO VERDURAS FLOTANDO

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 Juan Mendrugo se abrió paso entre la gente que hacía cola esperando la ración de sopa de la caridad. Empujó a un tipo flaco y mal vestido que alargaba su cazo en dirección a la monja. Lo quitó de en medio y se puso en su lugar. La monja era una anciana medio ciega y casi sorda, que no distinguía un mendigo de otro. Nadie protestó. Juan Mendrugo llevaba sujeto al cinto, de modo bien visible, un cuchillo de hoja grande. Probó la sopa y escupió.

-Agua templada con cuatro verduras flotando -dijo-. Mejor morir de hambre que comer esto...

Y arrojó la sopa contra los que le observaban. Luego miró a su alrededor con ojos inyectados en ira y sacó la navaja del cinto. Los que hacían cola se dispersaron calle arriba, y se quedaron solos él y la monja.

-Son unos malagradecidos -dijo la monja-. Marcharse así, sin dar siquiera las gracias... ¿Quiere usted un poquito más?

 Al entierro de la monja asistieron todas las hermanas del convento, el capellán y la mujer del alcalde, que era muy devota. Al concluir la ceremonia, a la salida de la iglesia, un hombre malcarado y con la ropa sucia se acercó a los presentes y con gran soltura y tranquilidad pasó a cuchillo a las nueve monjas. Nadie se lo impidió. Eran todas mayores y corrían poco. Los curas estaban más ágiles y salieron al trote. La mujer del alcalde llevaba un vestido largo que le obligaba a dar pasos cortos, intentó remangarse, pero ya era demasiado tarde. Unos metros más allá de la plaza, Juan Mendrugo la alcanzó.

-¡No me mate! ¡No me mate! -gritó la señora-. Soy la mujer del alcalde, y doy limosnas para que los pobres, como usted, coman la sopa del convento.

Al entierro de la mujer del alcalde acudieron todas las personas importantes de la ciudad. Incluso el gobernador y su señora y los doce concejales del municipio. La iglesia estaba repleta y no quedaba un banco libre. El alcalde llevaba unas gafas oscuras que le permitían mirar las piernas de la secretaria del ayuntamiento, esas piernas tan bien formadas en las que esperaba pronto posar sus garras de viudo. Un coro de mujeres pías entonaba un canto fúnebre. De pronto se abrió la puerta del templo y entró un hombre con un cuchillo en la mano, que cerró la puerta por dentro. Se hizo un silencio sepulcral y todos se arrimaron a las paredes. Juan Mendrugo comenzó por la pared de la derecha y fue destripando gente hasta llegar a la de la izquierda. En el altar se entretuvo un rato con el cura y el monaguillo, y después subió al coro y acalló todas las voces. Nadie se atrevió a plantarle cara o intentar defenderse. Todos se quedaron como petrificados mientras les vaciaba los intestinos sobre la tarima del suelo. Al alcalde lo rajó de parte a parte y a los doce concejales de arriba a abajo. La anteúltima en morir fue la secretaria del ayuntamiento que distrajo con sus piernas al asesino, pero el filo del cuchillo de Juan Mendrugo no se detenía ni siquiera ante la belleza y continuó imperturbable su recorrido. El último, el gobernador, que temblaba como una hoja de otoño antes de caer del árbol.

-Pero..., ¿por qué hace usted todo esto? -balbuceó.

Juan Mendrugo lo miró como se mira a una rata, y antes de apretar el cuchillo contra su estómago, respondió:

-Porque la sopa de las monjas no tiene carne ni alimento, sólo agua templada con cuatro verduras flotando. Por eso. ¿Le parece poco?

 Juan Mendrugo despertó de su ensueño. Casi todos los mendigos se le habían adelantado en la cola de la sopa de caridad. Y cuando le llegó el turno, el caldero de la monja se había vaciado.

(Amado Gómez Ugarte)

 


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