Cara o cruz (1)

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Una curiosa coincidencia en la Universidad me permitió conocer a una chica que iba a ser posteriormente muy importante en mi vida. Ocurrió como hace un año. Yo acaba de registrarme en esa Universidad a la que llegue con muy buenas referencias desde mi ciudad; y, cómo disponía de tiempo libre, decidí apuntarme a unas clases de reciclaje, con el fin de mantenerme ocupado. Con el mismo propósito se hallaba ella en aquella aula. Nada más verla, me di cuenta de que atesoraba una gran personalidad; hacía gala de un desparpajo que me hacía disfrutar y sentirme integrado. Ella fue quien se presentó ante mí. Quizás me aventure al afirmar que desde el primer día, tanto ella como yo, supimos que nuestras vidas estarían ligadas para siempre; pero en aquel momento sí que percibí una química especial entre nosotros.

La verdad es que pronto entablamos relación y empezamos a pasar muchas horas juntos ya que compartíamos dos aficiones, el cine y los paseos en bicicleta. La diversión reinaba en nuestros encuentros. Yo le hacía reír con mi humor absurdo y ella, con su extravagante forma de expresarse, me enseñaba muchas cosas de la vida. Entre nosotros existía una complicidad envidiable. Éramos casi inseparables, lo que motivó a nuestro entorno a pensar que entre nosotros existía algo más que una amistad. Un murmulló que bien podía ser verdad ya que a medida que pasaba el tiempo nuestra relación se iba consolidando, y yo me percaté de que mi sentimiento hacía ella era más profundo. Valoro mucho la amistad pues es la relación humana más duradera, pero mi corazón me reclamaba realizar un esfuerzo por alcanzar algo más que una bonita amistad.

Cuánto más tiempo pasaba con ella, más ardía en deseos de amarla. Ya sólo soñaba con poder encender la chispa del amor en su corazón. Ella mostraba tanto interés en querer pasar el tiempo conmigo que me inundó de esperanza, y el hecho de pensar en poder conquistarla me hacía sentir vivo. Comencé a trabajar en ello, pero a decir verdad, sin estar muy seguro de mí mismo por una notable falta de autoestima influenciada en fracasos anteriores. Tampoco quise rendirme fácilmente; así que, con la ilusión de que mi sentimiento fuera recíproco, puse en práctica mis novedosas armas de seducción estudiados con detenimiento años atrás.  La mandaba, con disimulo y mucho tacto, señales que implicaban los anhelos de convertirme en guarda de su corazón. Y ella, sorprendida, percibía una elevada carga de estima que se alejaba de lo habitual en mí. Fue entonces cuando decidí que era el momento de declararme. Organicé un encuentro en el parque donde tantas tardes habíamos pasado juntos; pero aquella tarde no iba a ser la de siempre. Nos encontrábamos en una tesitura diferente, inhóspita; los nervios marcaban un ritmo lento en la conversación, incluso dude en última instancia, pero finalmente di el paso; la cogí de la mano y con la voz entre cortada, le confesé mi amor. Ella, algo contrariada, pronunció las palabras que nunca nadie desea escuchar en boca de su amada. Estaba enamorada de otra persona. Quise ignorar sus palabras, pero me enseñó, una vez más,  la cruda realidad.

Melancólico y enmudecido, regrese a casa; aunque en mi pensamiento brotaba la idea de cavar mi propia tumba para introducirme dentro de ella.

Pensativo, no hallaba entre esas cuatro paredes, un rincón de paz que me devolviera a la calma. Mi depresión se acrecentó al visualizar las fotos de mi chica; especialmente mi preferida, la foto en la que ella, como telón de fondo una espléndida vista del mar; posa con su afamado vestido rojo mostrando una sonrisa vital, unos resplandecientes ojos que rebosan alegría y un cuerpo de indudable atracción. Todos estos recuerdos ponían en peligro la estabilidad de mi cuerpo y mente.

Hastiado de llevar una vida mediocre y con una carencia afectiva considerable, suplicaba una nueva vida alejada de aquélla que tanto torturaba mi existencia terrenal. En ese preciso momento en el que te preguntas qué es lo que tienes en la vida, creí oportuno adoptar una nueva identidad que reportará en mí interior una falsa sensación de bienestar.

Con el corazón despedazado y el rostro desdibujado por el dolor y la zozobra, salí de aquel universo en el que me encontraba solo. Caminando por las vacías calles de esa desconocida ciudad, encontré refugio en un bar que llamó mi atención por lo ostentoso e iluminado de su letrero que colgaba de una vieja fachada. Bajé por las escaleras y adentré en un mundo desconocido para mí. Aquel bar, guardaba en su interior un exquisito diseño; en las paredes estaban expuestos cuadros de arte clásico, una vidriera de colores y lámparas tapadas con pañuelos de seda que dejaban escapar algo de luz aportando un toque intimo a la sala; las mesas de madera soberbiamente decoradas con incienso, velas y flores; y junto a ellas, sofás de cuero, los cuales se hallaban ocupados por trajeados clientes que esbozaban una amplia sonrisa. Nunca antes había estado en un sitio tan verdaderamente refinado.

Me senté en un extremo de la barra, en un cómodo taburete de terciopelo, y solicité un vaso de alcohol puro. No estaba acostumbrado a beber pero la situación requería ampararse en el alcohol. En silencio, mitigando el dolor en el vaso de whiskey irlandés en cuyo cristal se reflejaba las lágrimas que desprendían mis lánguidos ojos; quise excluirme de la fiesta que en la pista de baile se estaba celebrando con acalorados hombres y mujeres de mediana edad cuya energía me suscitaba envidia  porque parecía que sabían magníficamente sacarle partido a una efímera vida.

Mi voz desquebrajada por la tristeza o quizás por intentar cambiar el timbre vocal intentando aparentar ser un hombre de verdad; reclamaba a gritos a un petulante camarero, un nuevo vaso cargado a más no poder de alcohol. Entre trago y trago, comprobé que poco a poco se apoderaba de mí el espíritu de un hombre capaz de solapar el dolor y aguantar todo lo que le echen; porque empezaba a olvidar el motivo por el cual me llevó a ese lugar.

Perdida la vergüenza y extasiado por un júbilo elevado al máximo; me acerque sin temor al otro extremo de la barra, en donde unas mujeres que lucían vestidos de gama alta y brillantes colgantes de perlas, me lanzaban miradas de reojo que, para el asombro de mi yo anterior, intercepte sin necesidad de confidencia. Este nuevo yo, empezaba a aportarme grandes conocimientos. Me codeé con aquellas féminas y las invité a unas copas. Era capaz incluso de bailar con ellas. Un hombre con un rostro siniestro que llevaba una boina de estilo casual, se me acercó para ofrecerme una bolsa de "azules". Aún sin saber que eran, acepte comprarlas por la insistencia de mis nuevas amigas. Conmovido por la curiosidad, probé el sabor de esas pastillas. La combinación con el alcohol me provocó un estado de concupiscencia total, obviaba ya todo valor romántico; así pues, expuse mi inusual y desenfrenado apetito sexual para regocijo de mis acompañantes. Aquella efervescente noche terminé en un lujoso apartamento con alguna de las mujeres, no recuerdo con quién precisamente.

 

 

 


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