¿Dios nos libre de las drogas?

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Ernesto Rodríguez se levanto esa mañana bastante temprano. No había dormido demasiado bien y prefirió salir de la cama media hora antes de la hora que tenía fijada en su despertador.

 

Mientras se afeitaba, se miró al espejo y se observó fijamente. Ya tenía 50 años y aunque no se conservaba mal del todo, prefería no recordar su aspecto juvenil de los tiempos en los que estudiaba derecho en la Facultad. Parecía mentira como había pasado el tiempo, como después de acabar la carrera habían llegado los años de oposición a Juez, su boda, sus hijos y aquellos traslados de ciudad motivados por su continuo cambio de destino hasta llegar a Madrid donde ahora ejercía.

 

Ernesto era un hombre religioso y había decidido ejercer como juez porque siempre había soñado con que la justicia debería prevalecer en su vida. Casado y con dos hijos, era un hombre afectuoso y amable, al que la mayor parte de la gente que lo rodeaba no dudaba en definir como un buen hombre. Y su aspecto concordaba con la vida que había llevado, lo que al fin y al cabo pensaba era lo más importante.

 

Después de asearse y vestirse, Ernesto apuró su café despacio mientras ojeaba el periódico y encendía su primer cigarro del día, como hacía cada mañana antes de salir en dirección al Juzgado. Solía tomar un café largo bien cargado porque como solía bromear no era capaz de empezar el día sin su dosis de cafeína. Cuando estuvo listo para salir se despidió de su esposa y salió en coche hacia el Juzgado.

 

Una vez allí y como las audiencias no empezarían hasta pasadas casi 2 horas, se dirigió a su despacho para preparar los casos que iba a tener que juzgar aquella mañana. Pero antes de hacerlo pasó por la cafetería. Allí compraría unos paquetes de tabaco y sabía que encontraría a su colega Ramírez, con el que le gustaba intercambiar ideas respecto a los sucesos cotidianos que tenían lugar. Ramírez era algo mayor que él y llevaba los mismos años destinado en ese Juzgado. Su amistad se inició nada más conocerse y se había mantenido durante todos aquellos años. Cada mañana antes de ponerse a trabajar, disfrutaban de un rato de charla en torno a un café express y a un delicioso brandy que la cafetería adquiría especialmente para ellos.

 

 

 

Como solía hacer, Ramírez que era un gran enemigo del tabaco criticó a su amigo por su vicio de fumar constantemente. Ernesto comprendía que debería hacerle caso, máxime sabiendo que su médico le había aconsejado ya varias veces que lo dejara, pero no podía. A pesar de que siempre había demostrado una gran fuerza de voluntad tanto para el estudio como para el trabajo, sabía que con el tabaco tenía la batalla perdida, así que ya lo había asumido. Por ello contestaba siempre de igual forma a su amigo... “quizá algún día de estos”.

 

Llegada la hora de los juicios Ernesto se dirigió a la sala e inició las sesiones fijadas para aquel día. Había cuatro casos: dos robos de coche, una agresión y un caso de drogas.

 

La mañana fue pasando y los casos fueron resueltos uno tras otro hasta llegar al último. Este le había llamado la atención especialmente porque no se trataba de un caso típico de droga. El acusado era un hombre de 32 años aproximadamente, casado y con dos hijos igual que él.

 

La acusación era por haber plantado 10 plantas de marihuana en el jardín de su casa. El acusado mantenía que era para su consumo propio ya que por lo visto consumía esta hierba y sus derivados desde joven. En su alegato el abogado defensor mantenía que el acusado jamás había sido detenido ni tenía antecedentes penales. Además el propio acusado afirmaba, con una clara falta de conexión con la realidad debido a su consumo de drogas, que se encontraba perfectamente y que nunca había tenido dependencia alguna con la sustancia que consumía.

 

Ernesto, mientras escuchaba, fumaba y miraba fijamente al acusado. No dejaba de darle vueltas a la cabeza. No entendía como una persona así podía haber caído en el mundo de la droga de esa manera. Fue precisamente un golpe de tos a los que ya le tenía acostumbrado el tabaco lo que le hizo volver a la realidad mientras el fiscal pedía prisión para aquel delincuente por un delito de peligro para la salud pública.

 

Ernesto sabía que el caso estaba claro y aunque algo se removía dentro de él viendo a aquel padre de familia que todo el mundo aseguraba era un buen vecino y gran persona a punto de ir a la cárcel, dejó el caso visto para sentencia, sabiendo que la misma sería condenatoria porque así estaba bien claro en la ley y porque contra la droga como todo el mundo sabía había que tener mano dura.

 

Al salir y poco antes de ir para casa, tomó el aperitivo con Ramírez de nuevo en la cafetería. Mientras disfrutaban de unas copas de fino de Jerez, Ernesto explicó a su colega el último caso que había visto en la sala.

 

Ambos amigos movieron la cabeza con abatimiento y Ramírez espetó: “Hay que joderse Ernesto con lo bien que sientan un par de Whiskys antes de irse a la cama y este imbécil meterse con las drogas”. Ernesto asintió y mientras daba una calada profunda al cigarro que tenía en la boca pensó para sí mismo “Dios nos libre de las drogas”. 


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