El Mar de Arena II

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La segunda vez que vi el Mar de Arena  fue cuando ya era un anciano. Decían de mí por aquel entonces que era un Sabio y mi nombre era muy conocido en todo el Imperio. Los barones siempre me llamaban para que acudiera a sus palacios porque creían que podía ver el futuro aunque no era así. La segunda vez que vi el Mar de Arena, el Pinjoli como lo llaman los piratas del Rurh, me quede tan acongojado como la primera vez. En aquella ocasión estaba en calma. El sol se ponía en el horizonte junto con las primeras estrellas y las dunas se mecían tranquilas hacia el infinito. Aquella vez lo que emboto mis sentidos fue su inmensa e inabarcable belleza. Algunos barcos de coral del Imperio navegaban tranquilamente  y los vientos soplaban sobre sus velas, transportándoles indolentemente hacia el Este. Una brisa cálida acompañaba la caravana que nos llevaba sobre los acantilados de Coowan hacia el estuario de Drengist. Allí nos esperaba el palacio de Thalarassa y el Barón de Prey.El camino Imperial fue descendiendo paulatinamente y ante nosotros se desplego el legendario puerto de BaanCrist, que pudimos ver desde lo alto plateado y brillante, con su forma de medialuna  y con sus cuatro torres de piedra que todos los poemas cantan. Una maravilla de la ingeniería de su tiempo. En las dársenas se agolpaban los barcos de coral de todos los tamaños y formas, atracados plácidamente bajo la luna de verano. En el puerto el bullicio era palpable. Y las lucecitas de farolillos y tabernas iluminaban los muelles por doquier. Nosotros seguimos por el camino real, rodeando el puerto lentamente hasta llegar a las negras murallas del Palacio de Thalarassa. Por detrás se elevaba hacia el cielo estrellado la gran pirámide escalonada con miles de ventanas iluminadas donde seguramente cientos de escribas y funcionarios seguirían trabajando hasta las primeras luces del alba.

   Las puertas de bronce se abrieron y mis acólitos fueron acomodados en sus habitaciones por los sirvientes del palacio. Yo en cambio, acudí con mi hija a la cámara del Barón a donde fui llamado tan pronto como este se enteró de que acababa de cruzar la muralla con la caravana de comerciantes.

El Barón de Prey era muy obeso y excesivo en todo. Tan lejos del Imperio y de su capital había abandonado los modos austeros, el rigor, y la sobriedad militar tan propia de Ihlandris, cambiándolos por el lujo y las riquezas de los ambientes cortesanos del sur. Su armadura imperial estaba en un rincón perfectamente pulida y ornamentada, pero era más que evidente que sería incapaz de volver a enfundarse en ella. Ya no era el audaz general de los ejércitos del Sur, sino un hombre de negocios amante de la buena comida y las partidas de Chais hasta altas horas de la madrugada. Reposaba su inmenso cuerpo sobre un pequeño trono con un respaldo de coral profusamente ornamentado. La cámara real se encontraba en una terraza al aire libre situada en el último piso del palacio, iluminada por varias lámparas  situadas en círculos alrededor del trono. Cuando entré en la terraza,  el Barón se encontraba disputando otra partida de Chais con un esclavo muy anciano y bebiendo lisonja, una bebida prohibida en el imperio y traída desde Martian, la selva de las flores, Estaba prohibida porque creaba una terrible adición y un no menos terrible insomnio.


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