El perro y el dolor

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El perro y el dolor.

Hace diez años que murió mi perro. Era un Fox Terrier blanco y negro, pequeño y saltarín; un animal leal y honesto que estaba dispuesto a lo que fuera para agradarme. Me acompañó un buen trecho de mi vida, con aquella alegría tan genuina que le caracterizaba.

Él siempre tenía un momento para mí. Cuando yo volvía después de un buen rato con los amigos, después de clase, de estudiar en la biblioteca o de hacer lo que fuera, allí estaba él. Junto a la puerta, inmóvil como una gárgola, esperando a que la luz de su existencia se presentara y lo sacara a dar una vuelta. Algo que yo siempre hacía, por supuesto.

En ocasiones, cuando salíamos, me gustaba soltar su correa y dejarle marchar. Nunca se iba muy lejos, y siempre volvía hacia mí aquellos enormes ojazos negros, tiernos y llenos de confianza, para verme caminar hacia él. Entonces decidía el camino, y yo le seguía. A veces terminábamos en alguna vieja finca cubierta de vegetación, solitaria, en los arrabales de la ciudad. A él le encantaban aquellos sitios apartados y tranquilos, donde podía correr, escarbar, ladrar a los saltamontes o recostarse entre la hierba, a la cálida y anaranjada luz del atardecer. Yo, que coincidía con mi mascota en su gusto por la tranquilidad, me sentaba a su lado y suspiraba dejando pasar el tiempo. Me relajaba su presencia.

Ahora recuerdo que en algunas ocasiones no me gustaba el lugar hacia dónde se dirigía, y entonces le reconvenía, o directamente le ponía su correa, y él agachaba su cabeza peluda y dejaba de guiar, pegando la trufa al suelo y olisqueando, sabiendo que era yo quien le dirigía, casi siempre tranquilo y sin protestar. Es increíble hasta qué punto estos animales pueden llegar a confiar en la lealtad del ser humano, y lo mal que éste puede llegar a tratarlos. Yo estoy bastante orgulloso de la vida que le di. No era más que un perro, pero tampoco menos.

En otras ocasiones le llevaba a la ventana del baño pequeño, desde la que se podía ver un gran descampado. Allí había gatos, y me gustaba observar cómo mi perro se enfurecía, asomado a la ventana, viéndolos retozar con tranquilidad entre neumáticos viejos y montones de escombros. En mi interior, me gustaba pensar que aquello resultaba estimulante para él. Me gustaba que se emocionara, si es que un perro puede emocionarse. Que viviera experiencias, y que yo pudiera disfrutarlas a su lado.

Eso era, por supuesto, porque los perros tienen vidas cortas, y uno siempre quiere que el animal las disfrute. Por otra parte, aunque nos aman con todo su corazón, en realidad sabemos que no podemos dedicarles la totalidad del nuestro. Tenemos que ser razonables, son animales. Nosotros tenemos vidas complejas; familia, amigos, expectativas. No podemos llevar al animal a reuniones familiares, donde sólo molestaría. No podemos imponérselo a nuestros amigos. No podemos llevarlo de copas cuando buscamos tema. Sí, los queremos. Incluso los queremos mucho. Pero el perro tiene su lugar, y nosotros el nuestro.

Hay montones de anécdotas que podría contra sobre mi querida mascota, pero no son necesarias para entender el fondo de este relato.

Hace un año que dejé a mi novia. Era una chiquilla alegre, infantil, divertida y risueña. La amaba muchísimo, le ofrecí mi vida entera. Pero yo era el perro.


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