La reinvención del chocolate

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La reinvención del chocolate

El pasado tiene un alcance extraño y poderoso, tal como una antigua historia es tan solo un suspiro para el destino.
De su rostro de girasol quedó enamorado, desde la primera ocasión que la vio salir de aquel sitio, de la "Virreinal". De Clarita todo mundo sabía, que jamás heredó la Chocolateria de su familia, porque la perdieron como garantía de una descomunal deuda contraída con un implacable usurero, proveniente de Chicago. Pero Samuel no sabía nada de eso, solo sabía que Clarita era la más sublime mujer que hubiese pisado esta tierra, y que él era incapaz de acercársele. Pero las cartas apasionadas que le enviaba en sobres lacrados olorosos a aceites de madera fueron suficientes. A Clarita le atrapó la ternura de los versos que recibía en las tardes y que releía a la luz de la luna. En la carta definitiva, Samuel le pidió a Clarita que le revelase su sueño más preciado y que le diera la oportunidad de perseguirlo junto a ella. Y Clarita concedió. Su romance fue como el  oleaje del océano, de día apacible y tempestuoso de noche. Tres meses antes de su boda, mientras se refugiaban en el balcón de la casa desierta de su fallecida abuela, Samuel rememoraba las anécdotas de su madre sobre cómo sus abuelos cuando jóvenes huyeron tras la caída de la república Española, llegando a México ocultos en un barco mercante, para que pocos meses después la madre de Samuel naciese en Puebla de los Ángeles. Los abuelos nunca regresaron a su pueblo, San Fermín, pero la abuela conservó celosamente dos pequeñas macetas de cobre que trajo consigo de su casita en la Nava, en las que lo mismo resguardó su escasa hacienda, que cocinó y uso de jarras de beber en los momentos más difíciles. Por último esas macetas contuvieron el símbolo de las mujeres de su familia, aficionadas al cultivo de unas florecillas que llamaban cimarronas, que brotaron sin cuidados, de un puñado de tierra de San Fermín que la abuela neciamente había guardado. Aquellas florecillas eran llamadas rosas por la gente del barrio, aunque las vecinas las despreciaban por que no eran tan vistosas como las Bostonianas o las de Bello Horizonte. Así fue como Clarita comprendió el profundo significado de aquellas flores para Samuel. Entonces le pidió a él que le obsequiase alguna para recuperar su cultivo. Pero al acudir a las macetas del balcón, las encontraron marchitas y con su escasa tierra convertida en roca. Para Samuel aquella contemplación fue como perder de nuevo a su madre y a su abuela.
Aquellas rosas pequeñitas y descoloridas, rebeldes flores de montaña, tal vez sobrevivieron meses y aún media estación sin cuidados, pero no el descuido de los años, que siguieron a la ausencia de las mujeres de la casa.
Clarita inconforme siguió buscando y tiempo después encontró sobre el musgo seco en los bordes del balcón, una triada de flores que Samuel reconoció como las cimarronas. Las llevó casa, las cuidó y en víspera de su boda las cimarronas inundan las macetas de cobre de la abuela.
Una tarde, que Clarita contemplaba la belleza simple de las cimarronas, sin saber por qué, empezó a tararear una vieja canción, que no recordaba desde su infancia: "…treinta y tres pétalos del corazón de Navarra…". Entonces su corazón se sobresaltó. Las mujeres de su familia fabricante de chocolate, hablaban con frecuencia de la mítica receta Angelina, revelada a una monja repostera del Convento de la Sagrada Perpetua en Puebla de los Ángeles, que decían logró convocar el más exquisito sabor del imperio. Decían que la iniciadora de la fábrica la abuela de la abuela de la abuela, había aprendido la preparación de la receta Angelina directamente de Sor Refugio, una monja que se consagró a Dios cuidando a los huérfanos del baptisterio del Virrey. Decían que una noche fría y lluviosa en la que como acostumbraba buscaba consuelo para los más pequeños del orfanato, preparando la merienda, pidió al Dios eterno, le permitiese ofrecer a los pequeños una bebida tan especial que su sabor les fortaleciera la esperanza y la fe que necesitaban para sobreponerse a la perdida de sus padres. Y esa noche Dios le concedió su petición a Sor Refugio: la reinvención de la absoluta bebida llamada "chocolatl", en que ella agregó por vez primera cinco elementales ingredientes de la cocina mestiza: cacao maya, miel de Cuernavaca, vainilla del Tajín, leche lagunera quemada y pétalos de rosa navarra. El cronista de la perpetua escribió que el sabor de la bebida de Sor Refugio sanaba la tristeza. La receta Angelina se conservó por años a través de una oración que cantaban al meridiano las monjas que preparaban la merienda, pero luego su derrotero se vuelve turbio. Durante la insurrección cristera en México, un truculento hacendado tequilero de Jalisco, obtuvo la receta Angelina amenazando con malas artes a las cocineras de la Perpetua, para ofrecerla a unos misteriosos emisarios del Reichtag, quienes probaron maravillados Tequila serenado en chocolatl.
Muchos intentaron preparar la receta Angelina desde entonces, sin éxito, porque un ingrediente se había perdido, sin que botánico alguno lo pudiese identificar: la rosa Navarra.
Clarita, heredera de la tradición, adivinó que las flores de la abuela de Samuel, eran rosas de Navarra. La interrupción de los preparativos de su boda, tres días y sus noches fueron necesarios para lograr la preparación de la receta Angelina según la oración secreta. Al ofrecer el chocolate Angelino a Samuel, perdió las palabras ante la sorpresa del exquisito sabor, y lo mismo se repitió en todo el barrio e incluso en la sacristía. Después la pista de Samuel y Clarita en la historia se pierde. Algunos creen que la rosa navarra y la receta Angelina los enriqueció y les permitió vivir felices en Navarra.
Pero hace poco, al encontrar el último diario de mi abuelo, vislumbré una versión final de la historia de Samuel y Clarita distinta y ominosa. En el diario de i abuelo reconocí sus severos trazos y algunas de las frases que solía repetir ebrio en nuestras soberbias reuniones: “Our successful enterprises never has exempt of cruel sacrifices”. En sus hojas encontré el remordimiento que todo mundo murmuraba sobre el oscuro pasado de mi abuelo. Pero el siguiente fragmento me perturbó especialmente: “Desde mi exilio de Chicago, nunca me sentí tan incómodo. Ni remotamente sospeché que aquel acto era el comienzo del negocio de chocolate más grande del mundo. Pero tampoco sospeché que los grandes ojos inmóviles de aquella mujer, apagados pero aún incrédulos, se quedarían infames, tatuados en mis recuerdos, como precio de aquel chocolate maldito. Aún suelo contemplar el pequeño relicario que le arranqué y conservé como símbolo del combate que libraba con mi propia conciencia que permanece colgado mientras que sigo incapaz de tocarlo.”
Recordé el relicario citado por el abuelo, colgado en el puño de la espada de caballería presta a un costado de su escritorio que yo mismo lo había guardado después de su muerte. Después de vencer el temor, leí el grabado de aquel relicario : “El brillo del astro que me guía, la belleza de tus ojos cristalinos, Clarita amada mía”.


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