24 HORAS EN TIJUANA I

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Nos levantamos temprano y nos fuimos directamente a la frontera con Méjico. Dejamos el coche en un aparcamiento en la “zona usa”, junto a un área comercial. Comenzamos nuestro camino hacia un nuevo país, no previsto en los planes iniciales. Se trataba de pasar un rato en Tijuana, a muy poca distancia de San Diego que, al menos en lo que nos había dado tiempo de ver, no cumplía nuestras expectativas ( con dos c.....).

 

 

 

 

 

 

Ligerísimos de equipaje, sin nada, nos dirigimos por un laberinto de pasillos y escaleras hacia nuestro destino. El camino, no obstante, era sencillo. Bastaba con seguir las advertencias univocas que la variopinta carteleria dejaba bien claras: one way, no return border USA, México only. Ninguna de estas indicaciones me hubiera importado sino tuviéramos previsto un vuelo a España, en 48 horas, desde USA, de la que era facil salir, pero ya veríamos la vuelta. El no retorno se materializó al traspasar un torno metálico por el que accedimos, enseguida, a una plaza con un enorme arco de bienvenida. Pocos metros más y ya estábamos en la “calle del infierno”.

 

 

 

 

 

 

 

La Avda Revolución era una calle larguísima; recta; con edificios de dos o tres plantas, realizadas, seguro, por diferente “arquitecto” cada una, con terrazas, con barandillas y toldos y, muchas de ellas, ocupadas por cafés, restaurantes y bares; farmacias, mil; cebras; todo tipo de reclamos publicitarios; mariachis; policías en blindado; gringos en chanclas, cargados de bolsas de medicamentos; talleres mecánicos; taxis de mil colores; salones de belleza; casas de empeño; platerías; clínicas dentales; tiendas de moda imposibles; de falsificaciones; de souvenir; de artesanía; despedidas de soltera; pandas de cafres....

 

 

 

 

 

 

Subimos a una de las terrazas y nos acomodamos en una mesa junto a la barandilla.

Comenzaron los desfiles:

El de la cerveza: Corona, Dos equis, Sol, Tijuana...

El de la calle: caos total. Las persianas de los locales que, al llegar aun estaban cerradas, ya estaban abiertas y de ellos habían salido todos los tenderetes y expositores imaginables. Muchas más cebras, que desde la altura parecían burros. Mucha más gente que se deslizaba en tropel desde la Garita para pasar el día en la ciudad, más despedidas de soltera, grupos en chándal, familias enteras de “bajocalifornianos” de uno y otro lado, consumidores de fármacos en presentación “large”, “niños” vestidos de policía con las botas grandes y armas automáticas de gran calibre, desocupados (como nosotros), y pecadores (como nosotros) en general.

El del propio bar. En cuanto te descuidabas; un pollo, que se te había colocado detrás, te ponía una toalla mugrienta a modo de babero, te echaba la cabeza hacia atrás; te presionaba las mejillas, con los dedos, de forma que se te abriera la boca como a un pececito; hacia sonar un silbato, de esos de arbitro pero con garbanzo, que suena más y comenzaba a verter tequila, directamente a la boca desde medio metro de altura, con un porrón y los más finos desde una botella con su pitorro; para rematar, te cerraba la boca (no recuerdo si también te metía una rodaja de limón, espero que no) y te agitaba la cabeza a modo de batidora. Cuando, previo pago del trago, se marchaba el zangolotino, aparecía el mariachi. A mi todo esto me daba sed..

 

 

 

 

Así fuimos cambiando de un sitio a otro, en todos se repetía la cantinela, hasta que llegamos a un “iguana ranas”; éste, que se hizo celebre en su momento gracias al grupo Nirvana, fue el elegido por el Notas para el almuerzo. Allí fue donde el camarero, cuando nos cogió confianza, le dijo a él: ¡Vaya marcha tiene su papito!. Hubo cachondeo para rato. Tendría que haberlo tenido con diez años o menos. La verdad es que entre una camisa gris, que compre equivocadamente en Santa Mónica y el pelao “palante” que me dieron en Sausalito, por culpa del Notas que no estuvo atento, podria parecer su padre, pero también la p... m.... del pringao del camarero. Comimos muy bien, eso si y entre plato y plato volvió a aparecer el arbitro traicionero y el coro. Esta vez casi nos arrancamos a cantar con ellos; menos mal que un solo de trompeta y un vistazo a “esa calle” llena de burros pintados de cebra, nos dieron la señal de que había llegado el momento de cambiar de aires.

 

 

 


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