BAJO LA HORA BRUJA. Ultima parte

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En esos pensamientos estaba yo, cuando me di cuenta que me miraba con aquellos arrebatadores ojos azules clavados en los míos, parecía que estaba leyéndome el pensamiento y casi apostaría a que así era. De pronto, tomo mi rostro con ambas manos y me besó en los labios, despacio, tierna y largamente. Le dije:

-          Ni una bruja, ni una meiga ni ningún espíritu malvado, usted es un auténtico ángel que de arrastrarme a algún lugar, no me cabe la menor duda que sería al mismísimo cielo.

Creo que era ya de noche completamente. Ambos nos hallábamos acurrucados contra la fría y enorme cruz de aquel lugar, que ahora parecía de todo menos abandonado, pues entre la niebla se escuchaban infinidad de voces, de susurros. Había de todo, voces de hombres, de niños, de mujeres, de ancianos. Incluso a veces me parecía adivinar en medio de los girones de espesa niebla, alguna sombra furtiva cruzar durante unos segundos y perderse de vista. La miré con intención de preguntarle quien era toda aquella gente. Ella negando con la cabeza acallo mi pregunta y me dijo.

-          Hazme el amor.

-          Espere, no sé si es muy buena idea, es que hace mucho que ya no…. Y bueno no sé, creo que casi ni me acuerdo.

Y sin mediar ni una sola palabra más se hecho sobre mí y ambos nos entregamos sin reserva alguna. Me amó intensamente, largamente, casi con desesperación, nuestras manos permanecieron enlazadas todo el tiempo hasta llegar ambos al clímax, después nos dormimos en la fría y húmeda tierra.

Como sabia y no me quedaba la menor duda, al despertarme ella no estaba. Me encontraba solo en el suelo a los pies del crucifijo, amanecía y el sol salía por encima de aquel mar que seguía en constante estado de furia. En silencio recogí mi chaquetón del suelo y me lo puse pues estaba tiritando de frio y hasta me castañeteaban los dientes. No hacía falta bajar al viejo y abandonado cementerio y mirar en una de sus lapidas la vieja y roída foto de mí amada, aunque lo hice y la mire largamente, era una antigua foto en tonos sepia y al lado su nombre junto con la fecha de nacimiento y defunción: Señorita Marisela Andubhe 1915 – 1945.

Sonreí y acariciando la fotografía tierna y largamente le dije a la lápida:

-          Perdóneme usted, la grosería imperdonable de haberle acertado la edad.

Juraría, que me pareció, sin ningún género de dudas escuchar el sonido de su preciosa risa, en respuesta a mí mal chiste. Besé lenta y dulcemente su fotografía y me marché de aquel lugar. 

 Volví al hotel. Todos habían pasado la noche preocupados por mí, les tranquilice contándoles una milonga sobre que me había perdido y había dormido en un puestecito de la cruz roja. Dedique la mañana a llamar a mi madre y a mis amigos. Después me di una buena ducha y me vestí con las mejores galas que había llevado a aquel viaje. Pregunté a mi amigo y protector, el conserje, por el mejor restaurante de la zona y que no le importara el precio del menú, donde me pudiera tomar la mejor comida de toda mi vida.

Me recomendó un restaurante en el mismo casco histórico de Santander. Se lo agradecí y le pagué mi estancia por adelantado. Mientras me dirigía por la autovía hasta la bella ciudad Cántabra, pensé en algo obvio y palpable, nunca encontraría a mi amor, porque esta no se encontraba en el mundo de los vivos. Mi amor se hallaba entre los muertos, como dice la mítica película del inolvidable Alfred Hitchcock.

Aparque el automóvil y accedí al lujoso y elegante local. Me acomode en una mesa y rápidamente apareció el maître con la carta de delicatesen que servían en aquel carísimo sitio. La rechace con un gesto de mi mano derecha y esgrimiendo mi mejor sonrisa de oreja a oreja le dije.

-          Por favor, póngame usted la mejor y más abundante mariscada que ofrezcan en este lugar y un buen vino blanco para regarla.

En poco tiempo tuve sobre la mesa una excelsa selección de frutos del mar que incluían, navajas, gambones, pulpo, centollos, langostino, ostras, entre otros. Bebí un sorbo de la copa de vino, un albariño fresco y de agradable paladar y asentí con la cabeza dando mi aprobación a la botella. Y antes de empezar a comer le pedí la cuenta al camarero, comentándole entre risas.

-          ¡Cóbreme usted!, ¡no sea que de aquí a un rato ya no pueda hacerlo!

-          Bien, ¿pero tras la comida, querrá postre, café o algún licor, el señor?

-          ¡No creo que me vaya a dar tiempo!

Le dije sin dejar de sonreír. El buen hombre cobró la factura y le di una buena y generosa propina, agradeciéndome el gesto me dijo:

-          Muchas gracias, caballero. Anda que menudo homenaje se va usted a dar. Va a disfrutar de lo lindo.

Metiéndome en la boca la primera navaja, sonreí asintiendo con la cabeza y le contesté:

-          ¡Ni se lo imagina usted amigo mío!, ¡Ni se lo imagina!

Aquella tarde, a la hora del ocaso; en cuanto el sol callera lánguidamente sobre las furiosas aguas del cantábrico y proyectara una larga sombra del enorme crucifijo situado encima del cerro de la vieja y abandonada aldea. Marisela y yo nos volveríamos a amar sin ninguna prisa entre aquellas sempiternas nieblas, junto a aquellas otras sombras, pasearíamos durante la noche por todo aquel lugar, bajo las estrellas; ya no habría más despedidas, nos volveríamos a amar para siempre, eternamente bajo la hora bruja.


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