CAOS - PARTE I

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CAOS (PARTE I)

Eran las doce y diez del mediodía. Paulino dormía plácidamente cuando, rompiendo el silencio de lo que para él era todavía la noche, un ruido súbito e infernal le hizo despertar sobresaltado.

No acertando a identificar el origen de aquélla horrible disonancia, buscó de forma desesperada dentro del armario, en los altillos, debajo de la cama y en los cajones de la mesita. Se aventuró también, conteniendo la respiración casi hasta la asfixia, en el interior de sus zapatos, situados junto a la puerta del dormitorio el izquierdo y sobre la pantalla de la lamparilla, caprichoso destino del azar, el derecho.

Sin embargo, sus esfuerzos eran vanos y el ataque de esquizofrenia agudo. Pero al fin, todavía desorientado y somnoliento aunque con la suficiente consciencia, fijó su mirada en el despertador y decidió destrozarlo arrojándolo por la ventana de un octavo piso. Para ello, y puesto que vivía en la primera planta, tuvo que subir a pie otras siete, llamar a la puerta del vecino treinta y dos, solicitarle la entrada, entrar, aspirar entre arcadas el aroma de cocido que perfumaba toda la casa, llegar extenuado al balcón y lanzar el aparato a la calle con toda la fuerza que en esos instantes le quedaba. Después, tremendamente tranquilo y satisfecho, y sobre todo perplejo de su hazaña porque la vivienda treinta y dos del edificio era interior y no daba a la calle, pensó que aquél balcón parecía más pequeño que el suyo, tal vez debido a la gran proliferación de macetas con arbustos tropicales y frondosos que albergaba o quizás por el hecho de ser, en realidad, una ventana, abertura al exterior que, por otro lado, era lo que hubiese preferido para una mejor y más ortodoxa defenestración del objeto causante del desagradable suceso. No obstante, se sintió aliviado, pidió un cigarrillo al vecino y volvió a su habitación. El vecino no le dijo ni adiós.

De nuevo en su casa, Paulino se preparó un desayuno ligero. Leche desnatada, café descafeinado, sacarina, cereales integrales bajos en calorías, cuatro tostadas con mantequilla y miel y nueve magdalenas. Lo tomó tranquilamente, reflexionando. Aún no se explicaba por qué había subido corriendo los ocho pisos, en lugar de hacerlo en el ascensor. Independientemente de que el ascensor llevaba estropeado veintiséis días, y de que Paulino era el presidente de la comunidad de propietarios, no conseguía entender cómo se puede vivir en el último piso de un bloque de ocho plantas sin tener la posibilidad de utilizar el ascensor. A fin de cuentas, él ocupaba el primero y jamás tendría que volver a subir ni uno sólo, pues acababa de cargarse el jodido despertador. Pero definitivamente, se dijo, los del octavo eran todos gilipollas.

Después de desayunar, Paulino consiguió recordar en qué día se encontraba y consultó su agenda. Descartó varias cosas que ya no podía hacer, puesto que lo suyo no era madrugar, y tras preguntarse sin hallar respuesta por qué los horarios laborales son tan absurdos, contempló asombrado cómo algunas de las letras de sus últimas anotaciones del día anterior se caían de una página repleta de asuntos sin resolver. Cerró la agenda, no le quedaba otra solución. Se asomó al balcón y pudo sentir el calor de un sol espléndido. Lo tengo claro, pensó, me voy a la playa. Pero en el mismo instante en que se disponía a cambiarse de ropa, sonó el timbre de la puerta. Con el pijama puesto todavía, abrió. Volvió a cerrar rápidamente, creyendo que, después de todo, aún estaba durmiendo y todo era un sueño. No puede ser, murmuró, y abrió otra vez.   .../...


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