LA MARCA COAGULADA PARTE 2

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Esto es mejor que presentarse desnudo en algún restaurante, pensó, agazapado en la quilla de un bote de pescadores varado en la arena. Mañana volverá la luz para mostrarme lo poco que soy: Un cuerpo que intenta recuperar el calor lentamente, un hombre que solamente busca hallar su ropa extraviada, calentarse con los primeros rayos de un sol que se despertará, no hay duda, no importa lo lejano que parezca en este instante. Soy poca cosa, tan poca que unos plásticos abandonados pueden convertirse en el límite delgadísimo que separa la vida de la muerte. Mañana amanecerá como siempre; casi puedo oler el sol rojizo que resplandecerá desde el punto donde el mar se ensancha. El sol siempre huele a madera o al revés, es la madera la que huele a sol, por eso arde liberando su alma interior, vaciando sus vasos ignotos de los residuos de la luz que una vez contuvo. Nadie jamás habrá recibido el sol con tanto júbilo. Caminaré por la playa envuelto en este plástico, como si conociera el camino. Llegaré con pasos seguros hasta la duna donde deposité mi ropa, mi cartera, las llaves del coche. Me reiré mientras me visto con la risa explosiva y fértil de los niños. Después caminaré despacio y sin prisas hasta el bar donde me espera un café humeante y delicioso donde mojaré trozos enormes de pan con mantequilla.

Sentía sus extremidades estremecerse por las dentelladas impúdicas del frío. Su rostro era una composición violácea que el sol no recordaría al día siguiente. El paisaje seguía allí en medio de la oscuridad. El faro de Ceuta emitía destellos constantes y predecibles. Tánger era un resplandor lejano que titilaba en la noche más allá de las crestas de las olas. La hipotermia le produjo extrañas pesadillas. En una de ellas soñó con una vieja ánfora de arcilla blanda y maleable, incapaz de endurecerse con los tibios rayos del sol, en otra soñó como el faro al otro lado del mar se agigantaba hasta alumbrar desde pocos metros la barca en cuyo fondo reposaba, agazapado, en posición fetal como si se tratara de un vientre tibio de madera al cual se encontraba unido por un bucle formado por el plástico negro que le envolvía. El faro en su vuelo imposible emitía un ruido extraño y ensordecedor: El ruido desconocido e intimidatorio que prevalece en los vientres poco antes de abrirse al mundo exterior o el zumbido que dicen que se escucha cuando ciegan la vida las aspas de la muerte.

Poco antes de perder el conocimiento escuchó gritos no lejos de él. Eran los mismos que había escuchado un rato antes en el vallado que circundaba las ruinas, esta vez lo acompañaba otro: El primer sonido que emite un ser humano que se desprende del cordón umbilical. Intentó estirar las manos entumecidas para desprenderse del plástico y pedir ayuda, acaso llorar con la exacta entonación de aquel llanto que había oído y que ya había cesado. Sus dedos no se movían y no le quedó más remedio que permanecer inmóvil en la tibieza húmeda de la quilla que le acogía, aterrorizado por lo desconocido que de repente se abría ante él. Nazco, se dijo a si mismo, o mejor dicho vuelvo a nacer inconsciente y violáceo.

Cuando las manos enfundadas en guantes de goma del voluntario de la Cruz Roja lo asieron del brazo no sintió su tacto; luego vino aquel vapuleo sin misericordia del cual apenas fue consciente. Un masaje cardiaco es un acto violento que hace estremecerse el esternón con la furia necesaria para mantener la vida entre los huesos que la sujetan; el alumbramiento es también una forma extraña de violencia que conoce perfectamente el significado del término “desgarro”. Entreabrió los ojos justo en el momento en que lo introducían en la ambulancia. Una imagen se gravó en sus pupilas, sin que se pueda decir a ciencia cierta si viajó o no por los nervios ópticos que desembocan en la región profunda del cerebro donde se descifran los colores: Un cabo de la guardia civil sostenía a un niño recién nacido entre los brazos, cerca de él una joven mujer negra dormitaba en la arena envuelta en algo semejante al papel que protege los chocolates de la infancia.

El plástico negro había dejado manchas de sangre en el cuerpo de Agustín Ribera, formando una especie de jeroglífico en torno a sus rodillas y sus muslos desnudos. El hubiese podido decir que la sangre no era suya, aunque también podría serlo porque la sangre no conoce de apariencias y su color es siempre el mismo, hubiese podido tranquilizar al desconcertado médico de la ambulancia que hacía esfuerzos inútiles por descifrar el origen misterioso de aquella marca coagulada, blanda y maleable, tan parecida en su aspecto a la arcilla


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