El trágico final de Samuel (parte 2 de 6)

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Una vez en el coche, cuando estuvo todo ya cargado y preparado, su padre arrancó el
motor. Samuel intentó acoplarse, apoyando la cabeza a uno de los lados, pero no pudo
hacerlo. Al menos, para estar totalmente a gusto. Consiguió dar una pequeña cabezada,
pero enseguida despertó, y vio en el horizonte como salía el sol lentamente.
Ya no quería dormir, ahora estaba espabilado.
Junto a él, en el asiento de atrás iba su abuela, la que no dejaba de dar cabezadas.
Samuel la observaba con cara de enojo, debido a lo poco que le costaba a su abuela
dormirse en las situaciones más peliagudas.
Pero ahora el problema era otro. Se aburría mucho, ya que su madre, en el asiento del
copiloto, también iba durmiendo y, a su padre, mientras conducía no le gustaba que le
molestaran.
No le quedó otra opción que dar rienda suelta a su imaginación. Pensó en Oscar. En que
estaría haciendo en ese momento. También pensó en los demás que normalmente se
juntaban con ellos. También pensó en Cristina, y mucho. Realmente, no había un
segundo en todo el día que una parte de su mente no dejara de pensar en ella. Era una
niña morena que le había tocado como compañera de pupitre todo el año.
Al principio no le caía muy bien, pero, de tanto tratarla y hablar con ella, primero la
consideró su amiga, pero ahora había algo más, y le hubiera gustado no irse al pueblo
para poder verla por la zona en la que vivían. Eso si ella no se había ido a ningún sitio,
cosa que no sabía, a pesar de que estuviera sentada a su lado en clase.
Pasaron las horas y todos los pasajeros del coche ya estaban despiertos. Samuel se
aburría y quería jugar con su abuela o su madre a algún juego. Al principio no le hacían
caso, pero se puso tan pesado que tuvieron que acceder.
Pasaron el rato jugando a que, uno de ellos decía la primera letra del nombre de algún
objeto que vieran por la ventanilla, y el resto de participantes lo tenían que adivinar.
Al cabo de un rato, casi sin darse cuenta, Samuel y su familia estaban entrando en el
pueblo en el que iban a pasar prácticamente todo el verano.
El padre de Samuel solo disponía de dos semanas libres para pasar con ellos y luego
tendría que regresar a la ciudad, para continuar con su trabajo. Luego irían
periódicamente los fines de semana que pudiera. Después de todo, el pueblo no estaba
tan lejos.
Recorrieron con el coche esas calles de tierra que formaban parte del pueblo, dejando un
río de polvo y piedras tras de sí. La gente de los alrededores levantaban la vista un
momento para ver el coche que recorría las calles de su pueblo, y en seguida reconocían
a los ocupantes de su interior. En ese tipo de pueblos se conoce prácticamente todo el
mundo, y casi no hace falta que cierren las puertas, ya que los niños atraviesan las casas
para ir de un lado a otro con toda confianza, como si toda la gente perteneciera a la
misma familia.
Finalmente llegaron a la casa, que compró su tatarabuela haría casi cien años. Era un
caserón antiguo, como casi todos los de allí. Estaba en una colina que era una de las que
ponían fin al pueblo y desembocaba en el cementerio. Esto siempre le había causado a
Samuel un poco de temor, y no sabía por qué. El nunca subía hasta allí. Solo cuando lo
hacía con su abuela o su madre, que iban a dejar flores a familiares que estuvieran allí
enterrados y dar un paseo.


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