La Amante Macabra Parte 2

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Cuenta la leyenda que a los dos días, como si fuera una respuesta a su conjuro, recios golpes se escucharon en la puerta de su celda. Entró el superior, quien tras una larga arenga sobre sus obligaciones como nuevo sacerdote, le indicó que se le había asignado una parroquia pobre y alejada de la ciudad, que habría de administrar de inmediato.
El padre Luis aceptó de buena gana, con el deseo de alejar de su mente el tortuoso recuerdo de la mujer, que ya se había convertido en una obsesión.
—¡Sí, padre superior! justo lo que deseo es una parroquia fuera de la traza de la ciudad, o en alguna provincia.
—Me complace mucho vuestra respuesta, padre Luis.
El anciano sacerdote creyó que la intención del joven era servir a Dios de un modo humilde y desinteresado. Equivocado como estaba, no muy lejanos se hallaban los acontecimientos que traerían la verdad.

Al amanecer, el padre Luis abandonó el convento, en compañía de un novicio. Su parroquia se hallaba lejos, al norte de la ciudad, en lo que hoy se conoce como Garita de Peralvillo.
Atravesaron la ciudad caminando, como acostumbraban hacer sus diligencias los religiosos de este tiempo. La ciudad se hallaba a oscuras, fría, silenciosa, sumida entre sueños. Más al pasar frente a una casona de dos pisos, cuyos balcones destacaban, grandes y tenuemente iluminados, el padre se detuvo, con el corazón anhelante, dejando escapar su pensamiento:
—¡Ahí está ella! ¡Oh, Dios Mío! ¡Dejadme contemplarla una vez más!
—¿Os sentís mal, padre? —Preguntó el novicio, al ver su palidez e indecisión.
—No. ¡Vamos ya!
Dos semanas transcurrieron. Los trabajos en la parroquia eran innumerables, mucha gente necesitaba de sus auxilios materiales y espirituales, y a ello se entregó febrilmente.
Pero en la soledad de su habitación, en la recóndita hora de la noche que escogía para sus oraciones y descanso, se postraba inútilmente ante el altar. Era imposible orar. Su imagen se le aparecía, con sus ojos profundos mirándolo, llamándolo, imperiosa o suplicante. Entonces lloraba, pedía perdón al Cristo que lo miraba desde el crucifijo, le suplicaba liberarlo del terrible maleficio; más luego depositaba un beso, suave y reverente, en la mano que la mujer le había oprimido. Le parecía escuchar las palabras que Clara Monteagudo le dijera en la iglesia: “¡Desdichado! ¿Qué has hecho?”.
—¿Qué hice? ¡Ordenarme sacerdote! No... no sólo eso... ¡Renuncié al amor! ¿Acaso debo ser casto para siempre? ¿Acaso he de llevar por siempre esta sotana negra, que ha de ser mi sudario cuando me envuelvan en el ataúd?

Se asustaba de sus reflexiones, temía un castigo divino, pero al fin, dando un paso al frente, tembloroso, desesperado, su deseo se manifestó, rotundo:
—¡No puedo más, Dios mío! ¡Tengo que verla! ¡Sólo una vez más!
Afuera, el manto de la noche, negro y denso, soltó su furia. Los rayos trazaban grietas luminosas al tiempo que la lluvia tormentosa se dejó caer. El padre Luis se puso su sayal y sombrero, y abandonó la parroquia, al amparo de las sombras.

Cuando llegó al límite de la traza de la ciudad, una voz ronca y sombría lo detuvo, lo llamó por su nombre. El padre volteó a mirar al hombre que se encontraba a unos pasos de él. Mulato, de aspecto humilde pero de talante orgulloso y decidido, traía consigo dos caballos cuyas riendas sujetaba con la mano. El padre, acercándose de mala gana, le contestó:
—¿Qué queréis?
—¡Padre, os pido auxilio para un moribundo!
—¡Ahora no, que llevo prisa! ¡Acudid a otro religioso!
—¡Ah, padre! Si os negáis, ¡A fe mía que os parto el corazón! —Dijo empuñando su arma.
El sacerdote miró el puñal, mas no era la muerte lo que temía, sino perder la ocasión de cumplir con su propósito. Entonces dispuso:
—Bien, bien... os acompañaré.
—Preciso es cubriros los ojos.
El padre aceptó que el hombre lo vendara, extrañado pero tranquilo por cumplir lo que creía un acto obligatorio de su investidura. Cabalgaron por un tiempo sobre los vigorosos corceles, entre la lluvia incesante y el silencio nocturno. Al fin, su misterioso acompañante le ordenó detenerse, lo ayudó a desmontar.
—Hemos llegado, padre, aquí es el lugar de vuestra misión.
—¿Qué misión?
—¡No preguntéis! ¡Sólo obedeced, y nada os pasará!

El hombre lo guió de prisa a través de una callejuela, abrió una puerta, y después de introducirlo a un aposento, le quitó la venda. El lujo de la estancia sorprendió al padre, quiso preguntar el nombre del dueño, quitarse las ropas mojadas, pero ya no tuvo tiempo de nada, porque en ese momento, el mismo hombre que lo había traído abrió de prisa una puerta que daba a un espacio interior:
—¡Entrad! ¡Vamos, apurad!
Otro sirviente, que aguardaba al padre dentro de la alcoba, volteó a verlos en cuanto entraron, con un gesto abatido le dijo:
—¡Demasiado tarde es! ¡La Señora ha muerto!
Al tiempo que esto pronunció, el sirviente se hizo a un lado, entonces se pudo ver a una muerta, acostada sobre su lecho y amortajada entre cuatro cirios.
—¡Clara! ¡Clara, sois vos!
El padre Luis no halló qué hacer, no podía creer lo que veía, pero el sirviente lo sacó de su estupor.
—Ella os esperaba, padre, me hizo ir por vos. Más si no pudisteis salvar su alma ¡Velad al menos su cuerpo durante esta noche!
El padre obedeció, confundido, torpe en sus movimientos. Extrajo el rosario que solía guardar en la pequeña bolsa de su sotana, y comenzó a orar, a correr las cuentas. Pero no pudo hacerlo, se detenía en una frase y allí se quedaba, repitiéndola, sin darse cuenta. Al fin, al escuchar la puerta cerrarse tras de sí, con los pasos de los dos sirvientes alejándose, se atrevió a mirarla.
Vio su rostro lozano y su cuerpo, joven y hermoso, que la muerte no parecía haber maculado. Pero al alargar su mano para tocar la de ella, sintió la rigidez, la frialdad, el pulso inexistente.


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