Calle abajo

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Siento como ahora, esta tierra que piso, incinera mis pies. Viento que antaño, con tu pureza casi sagrada insuflabas vida, ahora sólo soplas el acongojante hedor del plomo y la muerte. Hace muchos ayeres, en este viejo pueblo, la lluvia caía constante, sanándolo todo, pero juzgando por todo este polvo, por todo lo seco, diría que hace ya mucho tiempo que aquí no llueve; yo diría que…Yo diría que el cielo sobre este valle, ha muerto.

Algunos de los fantasmas de antiguos habitantes caídos salen de entre las sombras, dejan caer sobre mí unas miradas que aplastan; me preguntan, indignados, el porqué de mi regreso a esta tierra olvidada; y por no traicionar los pocos principios que aún conservo, debo aceptar que yo me lo pregunto también… mas no sé qué responder.

Por las calles, que alguna vez fueron caminos hacia tierras de ensueño, veo correr, pletórica y libre, mi infancia; mis recuerdos toman forma, corren y saltan, ríen, resuenan, sollozan. Épocas en las que una sonrisa era el fruto de tiernas cosquillas, y no de un malsano sadismo.

Veo por ahí la casa de don Isauro, el viejo más sabio del pueblo; ¡Tantas anécdotas! Una por cada arruga en su rostro y otras más por cada cana en su cabello. ¡Oh viejo, querido viejo Isauro! ¿Cuántos añales tú viviste y cuantas esperanzas perdiste? ¡Porque en la vida hay una y mil esperanzas, y ninguna muere al último, como se nos ha dicho, pues cada una se seca antes que la vida misma! ¡Oh, viejo Isauro, de haber vivido un poco más, habrías visto consumirse las mías!

Calle abajo, más cerca de la plaza principal, la casa de Lucía, mi linda Lucía. Recuerdo, con nostalgia, como un día pasamos de los juegos infantiles, a los juegos de un amor incipiente. Un primer beso y un primer te quiero, inmaduros quizá, pero inofensivos, exentos de todo mal. El tiempo corre, o más aun, vuela, y en dos pestañeos ambos crecimos, y tu amor por mí creció también. ¿Pero qué podría decirte de lo que yo sentía por ti? ¡Sólo Dios sabe lo que yo sentía por ti, pero no me atrevo a llamarlo amor! Porque si he amado yo la sangre, la muerte y el sufrimiento ajeno ¿Cómo entonces podría decir que te amé? Tú siendo tan piadosa y tan incólume mujer. ¡No! Mi amor abyecto no merece méritos sagrados. ¡Cuán francamente llegaste a amarme, Lucía, y cuán despreciable resultó ser la moneda con la que te pagué… con la moneda que les pagué a todos aquí! Pero hoy en este lugar ya no hay nadie, y creo que ni los fantasmas parecen seguirme. Veo todas estas casas marcadas por centenares de balas, de balas que zumbaron incesantes, una lluvia irracional de exterminio; ¡Violencia tan maldita que ni ríos enteros de sangre lograron saciar! Cicatrices en los muros, en las columnas, en los techos. Marcas de muerte, como llagas en la piel.

La tierra me quema más y más los pies, y el aire me sofoca, me desgarra el pecho. Desearía tocar las nubes de nuevo, como cuando mi padre me elevaba con sus brazos fuertes hasta el cielo. Echo tanto de menos las frías mañanas de diciembre, el pan dulce y el chocolate caliente; la suave mano de mi madre al despertarme cada día durante mi niñez, sus lecturas nocturnas cerca de mi oído, de lugares impensables, de dioses y héroes, y espíritus triunfantes. Echo tanto de menos su infinita paciencia, su fe ciega en mí. Desearía volver el tiempo, pero él se burla, en silencio, de todos los que son como yo.

Sigo calle abajo, la plaza está al final del camino, en el centro de la misma se deja ver ya mi justo destino. Lo sé, no le distingo claramente, pero me causa cierta sensación de familiaridad. Gritos de dolor, lamentos del sufrimiento más amargo, comienzan a llegar de todas partes. Las paredes en esta zona están más resquebrajadas y parecieran exudar sangre añeja. Siento temor en mi corazón, un temor antiguo, un temor que hacía tanto no sentía en mí, y los fantasmas que me recibieron en la entrada al pueblo, vuelven a surgir. Algo hay en el centro de esta plaza, que ahora más que familiar me resulta despreciable…

¡Es una persona, ahora lo sé! Me llama por mi nombre, me dice que me acerque. Siento mi corazón agitarse de horror, pues algo terrible ocurrirá aquí. No puedo ver su cara aunque me encuentro a diez pasos de él. ¡Qué confusión terrible, qué inefable dolor! El ser frente a mí, rojo como nada en esta tierra, pero aún sin rostro, me pregunta: “¿Por qué has vuelto?” Y al unísono las voces de los antiguos fantasmas me lo preguntan también. Todas ellas retumban en mi ser. ¡Oh papá, mamá, Lucía, viejo Isauro… pueblo entero, ya sé a qué he vuelto aquí! El cielo ha muerto, es cierto, pero tan sólo ha muerto para mí. El viento trae el hedor de cientos de muertes, recuerdos de actos abominables que nunca he de olvidar. He vuelto a este lugar para que el tiempo voraz y endemoniado se burle de mí, para que mil tormentos me muelan los huesos. Tu rostro ya se logra apreciar, hombre infernal; he llegado hasta aquí, ahora lo sé, para verte a los ojos y encontrar en ellos, en toda su ominosa oscuridad, mi necesario final.

“¿Por qué has vuelto?” me preguntan. He vuelto… para pagar.


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