La fantasía de los cisnes 1/2

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Tenía las zapatillas de invierno de andar por casa puestas, con la parte posterior doblada, sin ajustárselas. Con su batín viejo y roído, que le tapaba el pijama de rayas hasta la rodilla. Sin desmerecer en absoluto su pelo enmarañado con forma de algodón de feria, gris oscuro, casi negro, todavía. Un día y otro. Un día y otro, de la misma manera.

Se asomaba a la ventana, apartaba levemente la cortina para no ser visto. Vivía en un primero, y la habitación presumía de cierta claridad, que le proporcionaba dos puertas de cristal, que al abrirse, ofrecían acceso a un balconcillo para contemplar una muy transitada calle peatonal. Vivía en un piso del centro, de primeros del siglo XX.

 Debía de tener cuidado para no ser visto. Como siempre, a casi todas horas, observaba la fachada de enfrente. Existía una escuela de danza, y su dueña habitaba justo en el piso de arriba.

Su soledad encandilaba a los minutos con aprecio, cuando presenciaba su figura tras el cristal. Maniatado por el temor, permanecía inerte y de la rabia contenida, se asomaba una lágrima a duras penas, que se desprendía del vértice de uno de sus ojos.

Viejo ilusionista, lució su espectáculo en los mejores teatros del mundo. Fotos, recuerdos y trofeos guardaban polvo en las estanterías del salón.

Se conjuró hasta ahora en balde, por conocer a su deseo platónico. Sus antiguos trucos ya no eran tan efectivos, carecía de ilusión y fervor, por lo que un día fue la magia de su vida.

Podía ver la cristalera y unas pequeñas ventanas en la parte superior, del lateral del local, pero no la entrada. Pero ese lado era lo mejor, podía escuchar nítidamente la música clásica y ver flotar en el aire a las muñequitas de porcelana que se fundían con la melodía, como él las llamaba. La que más le gustaba, “El lago de los cisnes”.

Sara, la profesora, conocía a su vecino de enfrente, bueno, era conocido por todo el barrio. Ella, curiosa, a veces se quedaba mirando hacia la terraza de Samuel. También le inquietaba su personaje, vulgarmente le llamaban “el mirón del batín”. Aunque siempre reprendía a sus alumnas cuando se burlaban de él.

Un buen día, ella decidió ir a su portal, para averiguar cual era el piso exacto en el que habitaba, “primera planta - escalera derecha”. Cuando llegó a casa, abrió las cortinas y se sentó en su escritorio, encendió el ordenador y se puso a escribir. Samuel por supuesto, estaba al tanto, y se extrañó que a esas horas, se pusiera a mirar en el ordenador.

Un día más tarde, Samuel, encontró una carta en casa. Pensó que sus encantamientos estaban surtiendo efecto, enseguida se percató de que sería ella quién le había escrito, recordando dos días antes. Aún la intuición no le había abandonado. No se demoró y cogió un abre cartas, encontró un folio prácticamente en blanco. Aparecía la fecha, y en unas pocas líneas decía:

Hola, soy la vecina de enfrente, he notado que me observas, y como yo sé que me conoces bien, al menos mi aspecto, mis costumbres y mi profesión, me gustaría que me contaras que has hecho en tu vida y cómo eres. Creo que es lo justo, ¿qué te parece?

Samuel se puso algo nervioso, no cabía en sí por la sorpresa.

Enseguida cogió un bolígrafo y un cuaderno que guardaba en un cajón de la cocina, donde apuntaba la lista de la compra, que una señora contratada, una vez por semana realizaba sin excepción.

Samuel comenzó a divagar sobre sus andanzas, logros y éxitos. Y cada dos días fue enviando una carta, que Sara acostumbraba a responder en poco tiempo. Ésta, quedó fascinada ante las luces y sombras que su vecino escondía detrás de aquellas cortinas.

Una vieja gramola daba vueltas y exprimía la vida de un viejo disco de Bach, mientras Samuel se encontraba recostado en una silla que balanceaba suavemente, enfrascado en la coctelera de sus pensamientos que no paraba de agitar, para derramar al fin un bello pensamiento. Conocerla en persona.

Suspiraba por la idea de poder acariciar su piel, e inhalar el perfume de su limpio y brillante pelo, que peinaba con delicadeza antes de comprimirlo en un fastuoso e impecable recogido. Que delicia, pensaba. Poder acercarse a ella y engatusarla por siempre. La impresionaría con su magia y no haría falta pronunciar una sola palabra más a parte de, “voila”.

Los siguientes días se sucedieron sin correspondencia, Samuel aborrecía esos momentos vacíos sin sustancia. No entendía porque no volvía a saber nada de Sara.

Tampoco se la veía desde la ventana, parecía que ya no daba clases en su escuela, y las cortinas de su habitación, estaban pegadas la una a la otra, como si de verdad supieran que su cometido era ocultar los secretos de las personas. Se sentía melancólico, pensaba en el devenir de los acontecimientos, y en los pasados disfrutados, y el por qué del miedo a salir a la calle, no se lo perdonaba.

Fue entonces cuando vio, como una carta se colaba por debajo de la puerta. No recordaba la ocasión en la que había reaccionado tan rápido, ante un estímulo semejante, se lanzó literalmente al suelo para recogerla, en esta ocasión no necesito el abre cartas, la abrió como pudo con sus dedos.

“Hola Samuel,

En una de tus cartas me contabas que eras un gran cocinero, ¿serías tan gentil de prepararme una deliciosa cena y mostrarme tu truco favorito?  Así nos veríamos,  al fin, cara a cara. Asómate esta noche al balcón, deja las puertas abiertas. Entenderé de esta manera que has accedido a mi deseo.”

Samuel se quedó de piedra ante la petición de Sara, ya le costaba asomarse desde detrás de las cortinas, ¿cómo iba abrir las puertas del pequeño balcón y salir al exterior?

Se quedó inmóvil durante unos minutos, aun así, pensó que se merecía una oportunidad. Se acercó para subir aún más el volumen de la música, esto le ofrecería arrojo y se dirigió a la habitación. Se quedó admirando al armario unos segundos, y con decisión abrió de par en par las puertas y escogió uno de sus trajes. Se vistió a toda prisa y caminó hacia el salón, hasta las puertas que le darían acceso a conocer nuevos aires, un nuevo triunfo. El mejor hasta la fecha.

Desde el otro lado de la calle, Sara pudo comprobar cómo Samuel consiguió su propósito y puso los dos pies fuera de su casa. Ella también salió, pero con un cartel que decía: “en un par de horas estoy ahí”.


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