La bemol

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Amanece, este no sería un día más en su vida. Pasada la medianoche decidió que había llegado el momento, y sin dudarlo un instante puso manos a la obra.

El estruendo fue impresionante, con total vehemencia arrojó un adoquín enorme contra la vidriera de la casa de música, el impacto generó una grieta por la cual pudo filtrarse y hacerse de la guitarra de concierto que se exponía. Una vez que la tuvo entre sus manos salió raudo del local sin poder evitar cortarse en uno de sus hombros con un pedazo de vidrio que colgaba como si fuese una estalactita. Ensangrentado y con las pulsaciones a mil corrió hasta la esquina donde su cómplice lo aguardaba al mando de una motocicleta que sería utilizada para acelerar la huída.

A la estampida le siguió el ensordecedor sonido de la alarma y en pocos minutos el arribo al lugar de las fuerzas de seguridad, vecinos y curiosos.

Su obsesión por tener una guitarra la sentía como innata, desde que tiene uso de razón siempre rondaba entre sus pensamientos algún día poder tener el instrumento entre sus manos y tratar de sacarle alguna melodía. Años atrás, cuando aún era un pequeño que debía ponerse en puntas de pie para llegar a la vidriera que acababa de hacer trizas, pasaba varios minutos al día observando las distintas guitarras que se exhibían en el local y pensaba en que algún día alguna de ellas le iba a pertenecer, pero a su vez lo veía como algo inalcanzable. Hasta hoy.

Ahora está aferrado con su mano derecha al mástil color cedro, la caja de resonancia, como si fuera un pasajero más lo separa del conductor de la motocicleta a quién abraza con el brazo izquierdo y le pide que acelere todo lo que pueda.

El trayecto recorrido fue bastante largo pero en breve llegaron al suburbio donde se encuentra ubicada su vivienda. Bajó presuroso de la moto y a toda marcha se dirigió a la misma, entró, dejó la guitarra sobre un colchón que se encontraba en el piso y se sentó en una silla para intentar recuperarse un poco del estado eufórico en el que estaba inmerso. Al cabo de unos minutos tomó entre sus manos el preciado tesoro que hacía tanto tiempo anhelaba y decidió que había llegado la hora de empezar a tocar. Sentado sobre una silla de paja bastante ajada y tambaleante cruzó su pierna derecha por sobre la izquierda y acomodó el instrumento como si fuera un concertista a punto de iniciar una audición. Sus ojos se cerraron, su mano izquierda se dirigió al diapasón y sus dedos comenzaron a transitar armoniosamente las cuerdas entre los trastes mientras los dedos de su mano derecha lo hacían a la altura de la boca del instrumento creando arpegios de una estética a la altura de las grandes composiciones. Estaba como sumido en un trance, las melodías se sucedían unas tras otras, acordes tan bellos como extraños brotaban en forma incesante convirtiendo a la precaria casilla en una especie de cajita musical de la cual emergían las más exquisitas armonías. Distintos ritmos se iban engarzando prolijamente y a los pocos minutos transeúntes y vecinos de la barriada comenzaron a rodear la casilla de madera y chapa sin atreverse a ingresar o siquiera golpear a la puerta para intentar averiguar de donde emanaban tan bellas canciones. Estaban inmersos en una especie de hipnosis colectiva, estupefactos oían y veían cómo de repente un halo blanco envolvía a la casilla. Nadie hablaba, nadie se movía, solo escuchaban. En breve fueron invadidos por un cúmulo de emociones y sus ojos entreabiertos comenzaron a emanar tibias gotas que al deslizarse por sus sufridos rostros fueron marcando estelas que brillaban al resplandor de la luminosidad existente. La miseria, la indiferencia, el abandono y la humillación entre tantas otras situaciones vividas por el intérprete encantado y su auditorio encandilado por ese halo cada vez más luminoso, parecieran estar expresadas en esa polifonía, generando una sensación ambigua, mezcla de dolor y esperanza, la esperanza de alguna vez ser oídos.

El tiempo parecía haberse detenido, todos embelezados alrededor del precario auditorio, estaban sumergidos en una armonía nada terrenal. Pero la armónica situación no duró más que unos pocos minutos. Un operativo llevado a cabo por las fuerzas policiales se hizo presente en el lugar. Gritos, corridas en todas direcciones por los distintos pasillos del asentamiento y confusión pasaron a reinar en la cálida madrugada. En breve la casilla musical fue rodeada de efectivos. Él en su interior seguía encantado y desconocía que pasaba más allá, inmerso en ese trance seguía expresándose en armonías magistrales.

Un violento puntapié fue suficiente para derribar la endeble puerta y un solo disparo bastó para detener el encanto, el concierto había llegado a su fin.

El último acorde fue un la bemol, que lejos de ser un sol sostenido solo se sostuvo en el breve intervalo de tiempo que tardó en desplomarse de espaldas al piso luego de recibir el impacto. El proyectil perforó e hizo añicos la caja del instrumento para luego ingresar en su pecho a la altura del corazón.

Ahora yace inerte, rodeado de un charco de sangre y con lo que queda de la caja de la guitarra sobre su pecho. Sus brazos extendidos a ambos lados del torso formando una cruz, su mano izquierda sosteniendo el mástil que se ha desprendido del resto, y sus ojos abiertos son el cuadro final de la canción.

Amanece, todo sigue igual, nadie recuerda lo vivido en horas de la madrugada. La noticia de la muerte corre por el arrabal, una muerte más, nadie se asombra.

No fue un día más en su vida, fue el último, por momentos fue etéreo y mágico. La música siempre estuvo presente, música que muchos prefieren no escuchar.


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