Espaldas pesadas

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La última vez que hablamos me dijo - no sabés como me duele la espalda-, -estás viejo-le dije, y se rió mientras se levantaba del banco de cemento en el que estábamos sentados bajo la sombra del frondoso palo borracho en un extremo de la plaza intentando aplacar un poco el sofocante calor de principios de enero.

Una vez incorporado comenzó a hacer movimientos de brazos y hombros como si fuera un contorsionista. Culminó la serie con sus brazos extendidos hacia arriba unidos por los dedos de ambas manos que entrelazados dejaban las palmas mirando al cielo al igual que sus ojos que apuntaban en la misma dirección al haber llevado la cabeza lo más hacia atrás posible sin perder el equilibrio. Luego bajó los brazos, giró la cabeza varias veces para ambos lados, me miró y volvió a reírse, -vos estás viejo- me dijo, -lo que pasa es que me relajé, me tomé unas semanas de vacaciones en familia y como me aflojé ahora empiezan los dolores.- concluyó.

Ahora la espalda me está doliendo a mí, que para nada estoy relajado. Al estar apoyado contra el filo de esta fría columna, tensionado, angustiado y tratando de entender de que se trata todo esto, es imposible no contracturarse de inmediato.

Ella lo acaricia sin cesar y le pregunta por qué, mientras su hijo la toma de los hombros e intenta apartarla un poco sin lograr su cometido. La escena culmina en un abrazo interminable entre madre e hijo que se acarician, se hablan y se besan empapados por un mar de lágrimas que intenta calmar tanto dolor.

Respiro hondo para poder seguir entero y giro la vista hacia mi derecha, la sala está casi llena, algunos hablan, otros lloran, otros ríen, otros toman café e intentan resolver el enigma con frases dichas hasta el hartazgo pero que al parecer son ineludibles en estas circunstancias. Me vienen mil preguntas a la cabeza, mil preguntas sin respuestas, o con respuestas que no llego a comprender.

Solo intercambio pequeños diálogos con ella cuando las circunstancias nos lo permiten y terminamos como si estuviéramos en un barco navegando a la deriva, víctimas de un mar embravecido que solo nos brinda confusión y desasosiego por lo que es muy difícil no perder el equilibrio para poder seguir navegando.

Increíblemente el tiempo se me pasa raudo y llega la peor parte de mi jornada. Dos empleados de la empresa funeraria se acercan imperturbables, mientras uno se ubica a un costado de la diminuta sala que alberga al féretro, el otro exiguamente invita a los deudos al último adiós.

 

 

Por la expresión de su rostro me animo a aseverar que ya no siente la espalda pesada, ya no hay dolor, descansa como nunca antes lo hizo, con una paz infinita.

Decido retirarme de la sala en la cual quedan para la despedida final ella, su hijo y unas pocas personas más. Desciendo por las escaleras hasta la planta baja donde me indican que están listos para la partida los autos que acompañarán al cortejo. Ahí me quedo en soledad un tiempo breve hasta que empieza a aparecer gente que silenciosamente ocupa el espacio que hasta hace instantes estaba vacío. Se abre la puerta de un ascensor ubicado a unos metros de donde me encuentro parado, los mismos empleados que minutos antes invitaban a la despedida final acompañan ahora al ataúd montado en una especie de camilla y piden que seis hombres tomen al mismo por las doradas empuñaduras y lo trasladen hasta el coche que en breve iniciará el recorrido para conducirlo hacia su morada final.

Abrazos, llantos, lágrimas, palabras, suspiros. Me voy.

Ese mar embravecido que nos hace casi imposible no perder el equilibrio con el tiempo irá menguando en su bravura y se podrá seguir navegando.

Por momentos siento que la expresión “todo pasa” aplicada en estas circunstancias sería caer en un lugar común, pero termino convencido de que es así, y todo pasa, aunque sin lugar a dudas deja secuelas, secuelas pesadas que hacen que a menudo nos duela la espalda.


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