Día siete (CAP. 1)

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Día uno:

         Cuando abrió sus ojos lo único que descubrió fue el techo corroído por la humedad. Una gran mancha grisácea con intervalos amarronados cubría la mayor parte y una exasperante gota de agua que caía cronométricamente a su lado con un eco infeccioso, era su única reseña de tiempo.        

Vivía en un cuarto sobrio que no poseía división alguna; contaba con su rígida cama, un lavabo, un pequeño escritorio en el cual descansaban un lápiz y un papel, la letrina, dos ventanas imprudentemente extensas que permitían entrar un gran halo de luz y le servían para paliar su soledad y también lo acompañaba el invencible vaho que punzaba sus huesos. La habitación en la que vivía había sido ocupada anteriormente por un artista plástico, un paisajista celoso, perfeccionista y bohemio capaz de eternizar el sosiego y el encanto en la simpleza de un lienzo. Un virtuoso pero indigente creador.

 No recordaba cuanto tiempo llevaba dormido ni tampoco lo incomodaba en demasía saberlo, pero estaba vivo. Lastimado y dolorido, pero vivo. Portaba dos moretones en su cráneo y uno en sus costillas y tenía un corte rojizo ya seco en su muñeca izquierda. Los sesos le estallaban de dolor, sentía su propio corazón latiendo agitado en su mente y sus ideas descansaban ya vencidas por su pesar.

No pudo soportar el martirio y sus ojos acabaron cerrándose de agobio.

 

Día dos:

         Había perdido la cuenta de cuántos días llevaba durmiendo en la misma postura pero su cuerpo acusaba un largo tiempo. Era consciente de ser una masa inerte acompañada por tamaña soledad que no daba motivos por el cual levantarse cada vez que se imaginaba tendido inmóvil en ese lecho; pero ese día, los ruidos y la gotera aguda, penetrante al lado de su oído, no dejaron que descansara como era su deseosa costumbre.

         Aún acostado, cerró los ojos arrugando su cara y estiró sus brazos de tal manera que le parecían elásticos. La violencia que ejecutó al tensarlos fue tal que sintió como los músculos se desprendían de sus huesos lentamente, generando un placentero hormigueo que hacía tiempo no experimentaba. Movió lentamente sus piernas hacia un costado y las colocó flotando por el aire para después flexionarlas y reposarlas en el grasiento suelo.

         Se encontraba sentado sobre el lecho con los hombros pesados y la cabeza gacha en compañía del eco acuoso e interminable de la gotera; engañosamente pensativo ya que nada parecía perturbarlo. Así permaneció por horas hasta que decidió ponerse dificultosamente de pié y con pocos pasos se encontró frente al lavabo para, con un agua negruzca, lavarse la cara propinándose un estallido húmedo luego de tan largo tiempo.

Se aferró al cerámico y miró hacia un costado, donde se encontraba una de las ventanas.

Se acercó lentamente. Se paró firme y, con un brazo extendido hacia arriba, se tomó del marco.

Cerrando los ojos y suspirando con aire romántico, sintió la humedad interna de la madera; las vetas le recorrían las yemas de los dedos y las encontraba tan profundas; dichosamente vivas.

Cuando se dispuso a abrir los ojos nuevamente, descubrió el paisaje. Una calle otoñal arbolada, teñida de color amarillento y adoquinada, alternada con charcos de agua semejantes a espejos que delataban el melancólico clima. Un cielo celeste que brillaba y lo descubría a través del vidrio con los ojos aguados, lo engañaba con una suave e histérica brisa, acariciando su áspera piel, que hacía tiempo se negaba. 

Resulta imposible describir cómo disfrutaba y sentía de forma tan real y ávida la brisa que solo existía detrás de ese vidrio que lo separaba del exterior. En su hueco inhabitable y desolado, por un momento, sintió la vida en ese viento inexistente que le rozaba la cara; respiró de forma tan intensa que sintió el perfume rociado de las embebidas hojas ocres que le regaron los orificios hasta que, repentinamente, cayó en cuenta de lo vivido. Creyó haber conocido y entendido el mundo en un instante. Llevaba un largo período inmóvil y despreocupado para darse tan abrupta y reconfortante satisfacción sin sufrir consecuencias. Sus ojos empezaron a endurecerse y contraer; los sintió cansados. Los músculos se sentían como espinas clavadas en sus hombros y su cabeza comenzaba a nublarse. Decidió recostarse en la cama nuevamente para así poder descansar.

Sus ojos se cerraron y se vencieron a la oscuridad.

 

Día 3:

         Una segunda gota aún más gruesa lo despertó cuando golpeó su frente. El húmedo techo había creado una nueva filtración y parecía ya pudrir sus huesos.

         Recostado en su lecho comenzó a percibirse en sus ojos al fin la preocupación. La melancolía comenzaba a ser su principal y   única adicción y pasaba las horas encerrado en esa inmunda habitación; había perdido la noción de cuándo había sido la última vez que su tensa piel había rozado la brisa. Los días parecían perpetuos cada vez que se paraba frente a la ventana y, acompañado por el agudo zumbido de la gota cayendo sobre el charco, pasaba las horas mirando nostálgico el exterior.

         Sólo de pensar en a exigente y azotadora vida que ahí afuera  transcurría, hacía que su piel se estremezca y el sudor le limpie con una línea perfecta su sucia frente. Su vida era esa habitación, nada más. No podía adentrase en los martirizantes reclamos e imposiciones que allí afuera ocurrían; ese mundo que constantemente le recordaba que el infierno era infinito pero que el paraíso solo se lo ganaban unos pocos. Una persona como él no era la indicada.

         Su infancia le pesaba en la mente cuando dio media vuelta y esa noche prefirió que el tan esperado día se acercara de una vez.

 

Día cuatro:

         El bullicio era abrumador.

Se levantó al fin y con una lentitud insoportable se paró frente al lavabo. Su cabeza merodeaba curiosa por los rincones grises que lo sofocaban cuando se propuso observar la ventana que se encontraba próxima a la otra.

Un horizonte empedrado con cabañas lujosas de ladrillos plata y techos de paja dorada que brillaban. Una ciudad grande…elevada, de esas que a él  tanto miedo le daba enfrentar. Se sintió aturdido al recordar y ver la ventana anterior que presentaba un paisaje tan diferente, tan distante. Separadas por solo cinco hileras de ladrillos una presentaba un desolado panorama otoñal y la otra una gran villa inmensamente poblada.

Pero la incertidumbre cesó cuando, entre la gente, adivinó una mujer parada… rígida. Que lo observaba directamente con una sonrisa plasmada en su rostro.

Una mujer con un vestido rojo acampanado, que reluce entre las prendas monocromáticas, lo mira de tal forma que pareciera que esta allí parada desde siempre, esperándolo. Le pareció una mujer despreocupada, pero esa dama le dio esperanzas.

Su piel acusaba largos días soleados que armonizaban con  su negro pelo y sus colosales ojos almendra.  Sus  facciones eran tan fuertes como lo parecían sus pisadas y su rostro delataba pasados provenientes de medio oriente. Una sonrisa perfecta lograba que al fin pudiera sentirse vivo.

Superado y sin quitar su fría e insensible mirada, aunque atónito frente a la situación, no esbozó mueca alguna y prefirió hundirse en su hueco.


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