Tos y dos niños emparedados

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Tose, tose y tose. No para de toser.

La vieja, encogida sobre sí misma, tose  mientras se balancea en la mecedora, hacia delante y hacia atrás. Sus piernas no tocan el suelo, pero sus cabellos sí.

La voz rompe contra las paredes blancas de la habitación violentamente, amenazando con derribarlas en cada esputo expectorado.

Tras la fina cortina de cemento, dos niños pequeños lloran, abrazados el uno al otro, terriblemente atrapados por la habitación, emparedados vivos entre la vigilancia de la vieja y una creciente oscuridad.

La flema se descompone en la vetusta garganta y el carraspeo de la señora para hacerle sitio, retumba en los oídos infantiles. Entre ellos, una cabeza llena de miedo y desconcierto, que planea incansablemente la libertad, lucha contra el deseo de perecer allí, en medio de un cruel campo de batalla.

De pronto, más tos.

La anciana, cansada de tanto toser se levanta por fin de la mecedora y arrastrando los pies (y los cabellos), se dirige a la cocina seguida de su fiel perro negro, en busca de un remedio.

En ese momento, dos pares de ojos azules, brillantes como dos luceros, asoman en el umbral de la puerta.

–No está –dice uno de los niños.

–No se encuentra –responde el otro, emocionado.

Veloces, ambos chicos cruzan corriendo los pasillos de la vieja masía, riendo y llorando. Como dos fantasmas, atraviesan las paredes y los muebles y finalmente, escapan volando por la ventana.

La anciana vuelve despreocupadamente a la mecedora, conocedora de lo sucedido. Pero ya no le importa, porque ya no tose.

 

Tose, tose y tose.

El viejo espera en la cama el momento de la muerte, rodeado por toda su familia. Todos vestidos de negro, conforman la composición de una siniestra pintura: las tres mujeres cubriendo sus rostros bajo el encaje que cuelga, los perros descansando sobre la alfombra, el cura musitando rápidamente unas palabras, mientras sujeta la mano del doliente.

Los dos hijos, esperan atentos a los pies de la cama, riendo y llorando, a que todo acabe. El mayordomo se acerca a ellos trayendo sobre la bandeja un teléfono inalámbrico, que es apresado por el muchacho más risueño.

Al otro lado del auricular, el médico pregunta si el enfermo ha notado alguna mejoría.

Luchando por mantener una seria compostura, el infante responde de forma sincera.

­–No está. No se encuentra.

El galeno se disculpa ante el interlocutor y le ofrece su más sentido pésame.

Cuando el teléfono se apaga, los niños, veloces, cruzan corriendo el papel pintado de la habitación y se introducen volando en el cuerpo moribundo.

Llamadlos ahora Pulmón izquierdo y Pulmón derecho y no sintáis pena alguna, porque ellos nunca dejarán de luchar por escapar.

Y mientras tanto, el viejo tose y tose y tose.

 


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