Radiografías

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1
Gustavo atravesó las puertas del sanatorio. Algunos lo miraron como si fuera un fantasma; otros simplemente desviaron la mirada. No le importó. Esperó a que cruzaran dos enfermeros, que iban empujando una camilla en dirección del ascensor, y luego siguió hacia el fondo de la sala. El ruido del llanto de los niños, el de las secretarias hablando con la gente, la voz en off que mencionaba por los parlantes un apellido y después un número de consultorio, le resultaba ensordecedor; se parecía a una fábrica en el horario de mayor producción. Por eso, cuando llegó al despacho de rayos, sintió deseos de no estar allí; ese lugar le recordaba cosas que no quería recordar.
Una joven con delantal blanco, el pelo recogido y unos finos lentes de orgánico se movía detrás del vidrio mientras conversaba por teléfono con alguien. Gustavo le acercó la boleta y le preguntó si estaban listas las placas. La empleada se encajó el tubo del teléfono entre el hombro y la mejilla y, después de mirar el número de la boleta, se puso a buscar entre los casilleros que estaban ubicados contra la pared. Al cabo de unos segundos, sin perder el hilo de la conversación con el teléfono, extrajo un enorme sobre y se lo pasó por debajo del vidrio, mientras sonreía y levantaba el pulgar. Gustavo lo recibió y se fue a sentar a un costado, sobre uno de los bancos de espera.

2
Sabía que no debía hacerlo, sus conocimientos sobre medicina eran prácticamente nulos, sin embargo, el vacío y la ansiedad desde hacía mucho tiempo manejaban sus movimientos. Así que le quitó la solapa al sobre y sacó las radiografías. Tenían el tamaño de una cartulina, y debió levantarlas hasta la altura de su frente para poder verlas por completo. A lo lejos, detrás del vidrio, la empleada seguía hablando por teléfono, moviéndose de un lado a otro. Más cerca, la gente de limpieza repasaba el piso, dejándole una película de brillo que antes no tenía. Gustavo contempló las radiografías a contraluz. Aunque eso era parte de su cuerpo, él no vio más que figuras extrañas, nubes cruzando el cielo de la noche. Entonces guardó las placas nuevamente, recogió los pies y, después de un pequeño esfuerzo, se incorporó.
“Uno nunca sabe; las cosas pueden cambiar”, le había dicho el médico la semana anterior. Intentó reprimir aquellas palabras, que se mantuvieran en el mismo lugar en el que estaban, al igual que los secretos. Después tomó el hall de entrada. El sensor de las puertas hizo que éstas se desplegaran de manera automática. Primero salió un hombre, con su hijo en brazos, luego una anciana ayudándose con un bastón, luego Gustavo. El sol de la mañana se asomaba por detrás de los edificios, finamente, como diciéndole: no conseguir lo que se quiere puede ser un golpe de suerte, no conseguir lo que se quiere puede ser un golpe de suerte.


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