Cuando las arañas salen

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              Los Vargas se reunían una vez más en la precaria casa de los abuelos. Toda la familia –residente en Lima– viajaba hasta Pisco una vez al año para celebrar el onomástico de los abuelos. Casualmente, ambos nacieron el mismo día. Así, todos se reunieron desde temprano para celebrar un año más de vida de los fundadores de la familia Vargas Medina. Muy temprano, alrededor del mediodía, llegaron los hijos. Cuatro de ellos, venían conduciendo desde Lima con sus hijos a bordo, que entre ellos, sumaban ocho. Todos ellos corrían dentro y fuera de la humilde casa de los abuelos, mientras los adultos preparaban el banquete tradicional.

             Aquella tarde de agosto, el clima era bastante raro. Si bien era invierno, en Pisco suele solear todos los días del año. Pero a vísperas del aniversario doble, los dorados amaneceres fueron reemplazados por un insólito cielo gris. Don Pedro Vargas y Doña Mercedes ocultaban su preocupación al respecto y la cubrían por esa alegría natural que sentían al ver a toda su familia reunida.

            Juan Vargas tenía trece años cuando jugaba con sus primos a las afueras de la casa. Admiraba a su abuelo por lo que le contaron sus padres. Y es que Manrique Vargas había llevado una disciplinada vida, trabajando duro para sacar adelante a su familia. Pero lamentablemente, su ingenuidad fue aprovechada por un tipo de mal vivir, que astutamente logró quitarle todo por lo que había trabajado. Dejándole solamente –suena bien la palabra compasión, pero fue la justicia divina la que se encargó de mantener bajo un techo a la noble pareja– aquella casa en Pisco. Esa casa es la que prometió mantener hasta el final de sus días, y así fue.

            Para las dos de la tarde, la casa ya estaba repleta. A la familia se le había unido algunos vecinos que compartían los gustos de la pareja. Todo era digno de recordar. Los hermanos Vargas trabajando juntos en la parrilla. Los vecinos y los abuelos charlando jubilosamente en la mesa. Y los niños jugando y gritando alrededor de la casa. El 15 de agosto de 2007 era hasta el momento, el mejor cumpleaños de los abuelos Vargas.

              En Lima, Juan suele escuchar a la gente decir que los chinchanos son conocidos por comer gatos, obligándolo a reiterar las diferencias entre Pisco y Chincha. Juan recordaba eso cuando yacía sentado, junto a los invitados en la mesa principal de la casa. Para esa fecha especial, dividieron la cabeza de la mesa en dos. Siendo ésta ocupado por los abuelos, que reían a carcajadas, esta vez más que años anteriores. Todos se mostraban satisfechos al probar la sazón de la tía Teresa, chinchana de nacimiento, demostraba –al buen estilo de los mejores vinos– que el sabor de su sazón, mejoraba con los años.

             Terminado el almuerzo, los abuelos y la mayoría de vecinos se quedaron dormidos. A su edad, las siestas por la tarde eran cuestión de costumbre. Algunos de ellos roncaban, cuando el pequeño Joel encendió el televisor y la voz chillona de Raúl Romero los despertó por completo. Eran las seis de la tarde y Habacilar había comenzado. Fue ahí cuando la tía Teresa y lo vecinos decidieron retirarse para escuchar la misa. Si bien los ronquidos cesaron, el bullicio y griterío de los niños retornó cuando decidieron jugar a las escondidas.

                Los niños decidieron que Joel contara mientras los demás se escondían en diferentes rincones de la casa. Rosa se ocultó dentro del armario de los abuelos. Manuel, Jaime y Diego utilizaron los espaldares de los muebles como escondite y Juan, subió al ático. Un lugar oscuro y sombrío, pero sin lugar a dudas, un muy buen escondite. Así cuando Joel terminó de contar y se dedicaba a buscar, la oscuridad del ático fue dejada de lado en la cabeza de Juan. El deseo de que no lo encontraran acaparaba su atención. Cuando los demás habían sido encontrados o salvados. Joel se dirigía al último rincón de la casa. Antes de que llegara y Juan se camuflara aun más entre las polveadas cosas sin usar. Vio claramente cuando una araña salía de su trampa, seguida de otra al frente. De todos los rincones del ático, salían pequeñas arañas y regresaban a sus huecos. Y ahí empezó el movimiento.

                  La casa empezó a sacudirse violentamente, agrupándolos a todos en la sala. Sin duda alguna era un terremoto. El movimiento causaba terror en todos, sobretodo en los niños que lloraban y abrazaban a sus padres, los abuelos rezaban y el pequeño Juan veía temerosamente como aquel terremoto acababa con la paz que reinaba en la vieja casa Vargas. Su mirada asustada y vibrante, alcanzó a capturar todo tipo de imágenes que no olvidaría jamás. Observó como todo oscureció porque la electricidad fue cortada. Luego como sus tíos llevaban cargados y arrastrando a sus hijos hasta la calle. Y al final como una de las paredes se desplomaba encima del abuelo, que corría al final de todos. Asemejando esas imágenes a la peor de sus pesadillas.

                 Al salir de la casa, todo era caos y destrucción, verdaderamente caos y destrucción. Las casas no eran más que añicos. La luz de la luna, que hasta hace un momento no aparecía, ahora solamente dejaba ver siluetas de desgracia. Lo que hasta hace un rato era un humilde barrio, ahora era un montón de polvo y ladrillos. La gente salía llorando y gritando. Algunos salían de entre los escombros, bañados en una especie de tierra muerta, que los hacía lucir aterrorizantes. Los ojos de Juan veían y se humectaban con el líquido de la tristeza, al ver a su abuela llorar con todas sus fuerzas y tratar de abrazar lo que hasta hace un momento, era su hogar, su esposo, su vida. Sus oídos captaron los inolvidables gritos de auxilio que provenían de todos lados. La gente pedía ayuda a gritos, en medio de esa triste oscuridad que ya parecía eterna.


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