Cuatro piedras en la pista

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          Si pasabas por la esquina de la calle Morientes alrededor de las dos de la tarde. Todo parecería tranquilo, común y corriente, nada especial. Pero si te dabas otra vuelta por esa misma esquina una hora después, apenas el reloj marque las tres de la tarde, hubieras visto como la calle, en especial aquella esquina cobraba vida. Hubieras visto a un chico moreno salir de su casa con una sonrisa que convertía en protagonistas principales a sus dientes por el oscuro tono de su piel. Quizá como era usual, llevaba puesto su pantalón buzo y un polo gastado; pero siempre, siempre había una pelota en uno de sus brazos.

             Si te detenías a observarlo por unos segundos, quizá hubieras reído un poco, sí, pero también lo hubieras visto cruzando la pista y tocando la puerta de enfrente al mismo tiempo que empezaba a dar un silbido peculiar y luego gritaba <<¡Ernesto!>>. Ese moreno del balón era Moche, el famoso “aceituna” por la forma y color de su cabeza. Y el flaco cabizbajo que veías  aparecer tras la puerta era Ernesto. Siempre con esas ropas sueltas porque no había ropa en el mundo que su estrecho cuerpo pudiera llenar un poco más. Ambos se dirigían a la casa de al lado y llamaban a Fernando. El que siempre demoraba en salir. El que debía ser llamado siempre después de Ernesto porque era muy probable que no salga o demorara aún más si no veía afuera a ambos.

             Si seguías ahí aun, observando de algún lugar sin ser visto como alguna mente criminal. Hubieras visto a los tres chicos caminar juntos calle abajo, probablemente pasando el balón de un extremo de la pista al otro mientras se dirigían a mi casa. Donde yo esperaba cambiado, ya desde hace treinta minutos, porque moría de ganas por jugar. Por tocar ese balón, por gritar un gol y por sobre todas las cosas, disfrutar de mi niñez. Si no lo hacía me frustraba, me entristecía o quizá simplemente me aburría. De cualquier modo, cada vez que escuchaba el sonido de una pelota o alguna risa conocida, embalaba hacia la puerta. El dulce sabor del fin de la larga espera es lo que extraño más en estos días.

              Si esperabas ahí en esa misma posición, nos hubieras visto a los cuatro regresando, hablando del Manchester United y de Ruud van Nistelrooy mientras rotábamos la pelota por nuestros pies. Y ahí nos quedábamos. En aquella esquina que escuchó nuestras risas más inocentes, que atestiguó nuestros primeros días de peloteros. Aquel portón abandonado que laboraba perfectamente como arco. Ese portón adorado que ahora no existe, era el núcleo de nuestra diversión cada verano.

              Era cuestión de esperar, tal vez leyendo un periódico, mientras el resto se presentaba por sí solos. Aparecía Choclo en su nave, la bicicleta más antigua que he podido ver en mi vida. Víctor luego de ver por la ventana de su segundo piso, venía corriendo –casi rodando– y riendo por la emoción de jugar. Jorge, el arquero. Venía con sus guantes Adidas originales e intentaba tapar todos nuestros tiros. El chato Irwin, escapaba de casa y se nos unía para jugar un rato y hacer la chacota, claro, antes de que lo regresen a gritos a su casa. De inmediato Augusto, el primo de Fernando se ajustaba los pasadores de sus zapatillas y nos encontraba en la esquina. El último en llegar era Ricky, a pesar de que no le gustaba mucho el fútbol, la pasaba bien con nosotros.

              Y justo cuando acababas de leer esa página y levantabas la mirada de casualidad, ya veías a diez niños, todos corriendo detrás de un balón. Pero aún no eras testigo del ritual bendito en esa esquina.

-          Oe ya un partido. Somos diez.

-          Ya pe’. Saquen la gente de una vez.

-          Ya Ernesto saca con Fernando.

              Sí, mi hermano. Era ahí, justo en ese momento, cuando empezabas a preguntarte porque todos se dispersaban mirando al suelo. Como si buscaran con urgencia algo que perdieron. Observabas con asombro y los veías recoger piedras del tamaño de una mano. Lo suficientemente grandes como para que no se desplomen después de ser arrolladas por los autos. Y cuando ya tenían cuatro piedras de un tamaño considerable. Las colocaban en par sobre la pista de forma paralela. Formando dos arcos para los dos equipos, bien medidos para que no haya polémicas.

             Y luego ya perdías la atención en el periódico, era más emocionante el partido de estos chiquillos. Veías a dos de ellos chocar sus puños y formar figuras con las manos. El famoso <<piedra, papel o tijera>>. El término  <<gol rodada>>. Y el <<tres-seis>> representando el límite de tiempo. Los diez ya se encontraban sobre la pista, esperando que pasen los últimos vehículos que interrumpían constantemente aquellos partidos y que añadían una cuota de peligro al deporte.

             Para cuando había empezado el partido tú ya te habías olvidado por completo de aquella noticia que leías en el periódico. Apoyabas tu cabeza en tus manos y tus brazos en tus muslos. Y sin darte cuenta, ya estabas dibujando una sonrisa en tu rostro al ver a aquellos niños correr y reír como solían hacerlo todas las tardes a esa misma hora.


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