El olor de los colores

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La tarde grisácea invitaba a caminar sin rumbo predeterminado. “Donde los pasos me lleven guiados por los sentidos”, pensé.

 Observé la senda flanqueada por helechos, escobas, castaños, avellanos,..., hojas secas caídas en el suelo. Hormigas laboriosas, lagartijas, avispas, cuervos, águilas. Un amasijo de colores penetraron por mi retina. Distintos tonos de verde, de ocres, de troncos grisáceos, oquedades negras, flores amarillas, moradas, rojas,..., colores indescriptibles.

 Mientras caminaba, con las manos, iba acariciando la rugosidad de los troncos, la suavidad de las flores, contorneando la forma de las hojas. Tomaba las hojas secas del suelo presionándolas con las palmas de las manos, a modo de trituradora, que luego soplaba al viento, un efímero vuelo, volviéndose a depositar en el suelo para ser alimento de la tierra, de los insectos, del misterio de la naturaleza. En las fuentes que surgían a mi paso comprobaba su frescor natural  situando mi cabeza  bajo el delicado chorro de agua que, cayendo al suelo, se perdía entre la maleza para luego ser alimento de riachuelos y ríos.

 Los pasos pausados se dejaban escuchar, acompañados por la danza tribal del viento al tropezar con las hojas. Bajo la suela se escuchaba el crujir de las pequeñas ramas, de las hojas secas. Las botas actuaban como apisonadoras y de vez en cuando presionaba con más fuerza para conseguir un chasquido mayor. Cuando no, una tupida alfombra de hierba se extendía a lo largo del camino para deleite de los pies, deslizándose como por una alfombra de terciopelo verde.

 Entre zarzales, escobas, helechos,..., las moras resaltaban su color oscuro  invitando a paladear su delicado sabor en su punto de maduración, como las andrinas y como los arándanos, impregnando las manos, boca y lengua de ese especial pigmento. Entre los árboles se dejaban ver cerezos silvestres, higueras, manzanos silvestres  con pequeñas y acidosas manzanas, avellanos con su fruto carnoso bajo esa cáscara aún blanda permitiendo con facilidad llegar hasta su interior y disfrutar con su degustación. En las fuentes donde me refrescaba iba saciando mi sed, un agua que dejaba de ser insípida. Sabía a hierba, a monte,..., el sabor propio de la pureza.

La tarde grisácea, llegó acompañada por fin de una suave llovizna con su peculiar sonido al contactar con las hojas de los árboles, con las piedras, con la tierra, con el paraguas, fiel aliado, con su peculiar danza al son del viento. En ese momento se produjo la magia, reconocí el olor a verde. Desde ese momento supe que los colores tenían olor, el color de la tierra, el color de los árboles, el color de las plantas. Todos esos colores tenían su olor característico y su conjunción dejaba una fragancia  imposible de describir que te envolvía, penetrando por todos mis poros y proporcionándome una sensación de absoluta paz interior.


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