Fiesta en el puerto

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No tenía que haber seguido el camión de los japoneses. Con sus trapicheos ya iba haciendo para complementar la pensión militar, pero no pudo resistir la tentación de maximizar los beneficios de la visita nocturna al puerto. Cinco hombres de negro, armados con subfusiles y cargando unos bidones en una gran furgoneta, a esas horas, es un seguro indicador que el asunto no es legal y que no tienen una orden de trabajo cumplimentada.

Se desplaza hacia los barriles que hay más a la derecha sin asomar la cabeza. Las balas siguen silbando alrededor suyo, produciendo sordos gongs metálicos cada vez que impactan en los barriles o los contenedores a su espalda. Es una situación tan desesperada como las operaciones militares en la jungla, las que le pagaron los implantes cerebrales. Por suerte, los nipones llevan equipamiento cibernético de mala calidad, aunque disponen de mucha potencia de fuego. La moto que le prestó la bailarina con la que duerme está tirada en el suelo, perdiendo gasolina. Se da cuenta que va a necesitar ayuda.

Invoca la interfaz de mensajería. Comienza a ver en su retina como se va formando el mensaje que va a enviar a sus contactos, a las redes sociales y a la policía. “Tiroteo entre bandas en el puerto. Bidones con material biológico peligroso”. Bendita tecnología. Hace años tendría que haber sacado un móvil y entretenerse en escribir un mensaje. Ahora podía hacerlo con su procesador implantado mientras seguía disparando e intentaba evitar que le dieran.

Empieza a pensar en una vía de escape para cuando llegue “la caballería”. Si se queda por aquí tendrá que dar explicaciones y eso no va a mejorar su relación con las autoridades. Desde que volvió de Centro América ha estado operando por debajo de su radar, lo que le ha ido bien para recuperar su reputación en los bajos fondos, maltrecha por el cargamento que colocó en la universidad antes de alistarse. Su situación actual no da muchas opciones, aparte de tirarse al agua cuando empiecen los fuegos artificiales e intentar pasar desapercibido.

Nota que algo no va bien. Uno de los tiradores se sube a la furgoneta y enciende el motor. Deben de haberles informado que van a tener compañía. Activa el módulo de radio integrado en el procesador y percibe la cacofonía de gritos de varios equipos de intervención planificando el asalto. No se va a quedar él solo para recibir a la policía, así que decide actuar. Utiliza su potenciador para salir de detrás de los bidones al doble de la velocidad del mejor atleta mientras vacía su cargador sobre los hombres que están en el otro extremo del muelle. Sabe que tiene algo más de cinco segundos antes de que se le agote la reserva de energía, pero tiene que bastar para colocarse detrás de la cabina tractora que está en medio de la ruta de huida.

Les ha pillado por sorpresa; uno de los mercenarios cae abatido y los otros corren a refugiarse detrás de la furgoneta. Aunque su alegría dura poco. La furgoneta empieza a avanzar lentamente, marcha atrás, con dos de los hombres disparando desde la protección que les proporciona el vehículo en movimiento. Sólo le queda un cargador y nada de armamento pesado. Simplemente tenía que haber entregado el paquete de meta para la tripulación del carguero, cobrar su parte y a estas horas estar celebrándolo con la bailarina, que no se pondrá contenta cuando se entere que su moto tiene varios agujeros.

La tractora está recibiendo una importante lluvia de plomo. Y cada vez está más cerca la policía. No quiere acabar en un fuego cruzado como cuando perdió a sus padres, en las guerras entre las mafias y las corporaciones de principios de siglo. Se le ocurre una idea muy arriesgada; tampoco tiene tiempo de mucho más. Revienta el cierre del depósito de la tractora, se arranca un trozo de la camisa para meterlo dentro y enciende el otro extremo. Va a ser el cóctel molotov más grande que nunca haya visto y será mejor que no esté demasiado cerca como para sufrir el inmenso calor. Se asoma por debajo del eje del enorme aparato y dispara todas las balas que le quedan hacia las ruedas de la furgoneta. Sale corriendo en dirección contraria, hacia donde empieza a ver el parpadeo de las luces azules y rojas que indican la proximidad de los coches de policía. Se gira un segundo para ver cómo va la mecha improvisada y en ese momento recibe el pinchazo en el pecho que lo tumba en el suelo.

Después todo es confusión mientras empieza a ahogarse por la sangre que lentamente le inunda uno de los pulmones. El sabor metálico del rojo líquido se mezcla con el olor de la gasolina ardiendo después de la explosión; nota el aire que generan los helicópteros y los rugidos de las lanchas patrulleras, ahogados por las sirenas de los coches. Un hombre de uniforme se le acerca, apuntándole con un arma y gritando algo que no puede entender. Después todo es oscuridad. Y paz.

Se despierta en algún momento más tarde. Está en una habitación de hospital. Nota que está sedado y no puede moverse, aunque la telaraña de tubos y cables que le rodean tampoco le incita a hacerlo. Al lado de la cama está Jenny, su bailarina favorita, concentrada en las imágenes del tiroteo del muelle que se muestran en la pantalla que cuelga del techo. Vaya, parece que han ido hasta los periodistas a informar de su espectáculo improvisado.

Se le acerca un policía uniformado, con varias condecoraciones en su chaqueta.

- Los médicos dicen que has tenido mucha suerte. Había un pulmón compatible recién cultivado. Esos barriles llevaban una neurotoxina que pensaban liberar en el agua de la ciudad, para que alguien se hiciera de oro vendiendo antídotos. Los periodistas están haciendo cola para entrevistar al héroe del día, Lo que te va a librar de dar muchas explicaciones por tu presencia en el puerto. Por esta vez.


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