La Última Moneda. Capítulo 1/2

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—Cuesta mucho ganar el dinero para que lo esté dando a un vago. —con  voz fuerte y clara, no exenta de desdén, Dámaso trató de pasar por el lado del mal vestido y famélico hombre joven, quien se  había interpuesto entre él y su caro automóvil último modelo.
José González, con las palmas de las manos hacia delante, en un gesto de súplica, sentía que la sangre le ardía ante la arrogancia  del ejecutivo de una de las oficinas de Codelco. ¿Qué había hecho para merecer el menosprecio de Dámaso Alvarado?
Minutos antes lo reconoció cuando salía de las oficinas cupríferas del  mayor país productor de cobre del mundo.  
—Don Dámaso…, soy yo José González… Claro usted no me ubica, pues yo era un empleado de baja categoría.  —Sólo obtuvo por respuesta  una mirada y un gesto de molestia.
—Ayúdeme, por favor… necesito volver a trabajar... Mis hijos y mi esposa se mueren de hambre… Jefe, perdone, pero le ruego me dé  un poco de dinero para llevarle alimentos…
El prepotente empujón que le dio el orgulloso  ejecutivo, en su debilidad lo hizo trastabillar; sintió que la ira lo inundaba.
—Señor, por favor… Yo trabajaba en una oficina alejada de la suya…  me acusaron de una falta menor y… soy inocente. Me echaron, no he podido encontrar trabajo.
Dámaso se detuvo  y miró el rostro del joven con curiosidad; una sonrisa comenzó a dibujarse, para estallar en una carcajada burlona. Aturdido, González no entendía el motivo de la hilaridad; el insensible y alto empleado lo había reconocido como el chivo expiatorio que sus amigos habían elegido para tapar su propia falta e impedir que perdiera su ascendiente carrera; por supuesto guardó cobarde silencio del secreto complot.   
—Cuesta mucho ganar el dinero para que  lo esté dando a un vago.
La ofensa caló profundo en el cesante  y, no pudiendo contenerse más, bramó:
—Ríe, ríe, elegante y poderoso señor… ¡ Dios permita que tu malvada risa se transforme en llanto, que lo mereces!
—¡Quée! ¿Te atreves a maldecirme, pobre diablo?  Ni por muy culto que sea tu vocabulario aceptaré tus insolencias.
—No, no te maldigo…,  Dios se encarga de tipos como tú.
Con trancos largos, Dámaso se subió a su coche, bajó el vidrio; su mano izquierda se agitó, despidiéndose, y de nuevo la carcajada retumbó burlona en los oídos del pobre indigente. El auto se alejó, José cubrió su rostro para no mostrar su sollozo de rabia y desesperación; una pareja de ancianos que observaba la escena, le tocó el hombro y depositaron en su mano un billete. Sorprendido miró atónito el dinero; se sumaron varias manos caritativas  testigos de la cruel acción del desdeñoso  Alvarado.


Pasaron  meses, sorpresivamente le  llegó  una carta de la empresa  donde  le pedían que se presentara a su antiguo trabajo. Escuetamente se excusaban por el error cometido y que lo enmendaban dándole un puesto más alto. 


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