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Por causa de la velocidad que marchaba el camión, mirar al suelo cercano causaba vértigo, por eso mis ojos estaban más allá de la banquina y de los alambrados de los campos. Y cuanto más lejos miraba, el paisaje parecía una estampa inmóvil, como fotografía. Un puñado de ganado, en franco desparramo, pastaba mansamente o descansaba al resguardo de la sombra de unos cuantos árboles. De repente, a unos metros de una tranquera, vi la quieta figura de una vaca tumbada de lado, estaba muerta. Cerca de la finada, hinchada como un globo, un grupo de chimangos esperaba pacientemente encima de los postes del alambrado que la desgraciada estuviera en su punto para caer, voraces, en su podredumbre.
La compañera de la derecha, comprimida contra mi cuerpo, musitó con pesar:
"Pobrecita". Y una otra, que me apretaba por el flanco izquierdo, exclamó:
"¡Qué manera triste de morir!". Y yo, que no soy tan estúpida como se piensa, les respondí:
"¡Qué pobrecita ni qué ocho cuartos!, ¡pobre de nosotras! digo yo, que vamos derecho al matadero".
Fin.
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